Dicen que las utopías son propias de la adolescencia y la juventud, de esa etapa de ensoñación en la que los pies dudan a veces entre el terreno que pisan y las ganas de volar hacia nuevos parajes o crear nuevos mundos. Siempre rechacé esta idea, que me pareció derrotista, pero justamente hoy, celebrando un año más que cae en mi saca, comienzo la lectura de "Historia de las Utopías", de Lewis Mumford, precisamente una obra de juventud, y desde sus primeras páginas me reconozco en lo que dice, no como voz de la ensoñación frustrada, sino como palabra enraizada en un abrirse a la vida que puede llevar más lejos (y más cerca) aún de lo que uno esperaba cuando empezaba a batir las alas.
"Al intentar extraer el elemento ideal de la matriz de la sociedad
contemporánea, los utopistas clásicos, a menudo en ese mismo
esfuerzo por lograr una forma más pura de comunidad, dejaban
fuera muchos componentes necesarios que, como los elementos
más básicos de una aleación, fortalecen los metales preciosos y
los hacen más duraderos. El funcionamiento del entorno natural
y de la historia humana provee incluso a la comunidad más pobre
de un rico abono, que es mucho más favorable a la vida de lo que
podría serlo el más racional de los esquemas ideales si le faltase
un suelo semejante sobre el que desarrollarse. Con todo, en mi juventud,
la creencia utópica en que la vida presenta distintas potencialidades
latentes e inutilizadas que podrían cultivarse y llevarse a
la perfección se me antojaba algo saludable; y todavía conservo tal
creencia en la permanente posibilidad de la autotransformadón y
autotrascendenda del hombre.
(...)
Bien es verdad que los revoludonarios del siglo XVIII y sus
seguidores más recientes a menudo exageraban la maleabilidad
de la sociedad y, lo que es peor, imaginaban que descartando meramente
el pasado conseguirían la dave de un futuro mejor, completamente
racional en sus propósitos y, en consecuencia, ideal
conforme a su propio criterio. Para ellos, y siguiendo a Locke, la sociedad
humana era producto de la mente humana y debía ser tratada
como un folio en blanco sobre el cual cada generación podría,
tras borrar el pasado, dejar su propia impronta ideal. De ahí que se equivocasen al sobrevalorar tanto la cantidad como el valor de
las mutaciones creativas que se producían en cada generación y al
infravalorar la importanda de los «vestigios» y las «persistencias»
que habia ido depositando cada generación anterior, que aumentaban
de forma inimaginable la riqueza de la vida humana y que, por cierto, resultaban — como el lenguaje mismo— esenciales para su
supervivenda.
(...)
Desde el principio era
consciente de otra virtud que curiosamente se había pasado por alto:
todas las obras utópicas clásicas habían considerado la sociedad
como un todo y le habían hecho justicia, al menos en la imaginación,
a la interacción entre el trabajo, la gente y el espacio, y a la
interrelación entre las funciones, la instituciones y los propósitos
humanos. (...) El pensamiento utópico, tal como yo llegué a concebirlo, era
pues lo opuesto al unilateralismo, el sectarismo, la parcialidad, el
provincianismo y la especialización. Quien practicase el método
utópico debía contemplar holísticamente la vida y verla como un
todo interrelacionado: no como una mezcla azarosa, sino como
una unión de piezas orgánica y crecientemente organizable, cuyo
equilibrio era importante mantener — como en el caso de cualquier
organismo viviente— a fin de promover el crecimiento y la
trascendencia.
Gracias al ejemplo de Patrick Geddes, uno de mis primeros
maestros, dicha creencia en el equilibrio y la totalidad ya estaba
profundamente enraizada en mí cuando escribí este libro. Si no
al duro trabajo, sí había renunciado a las recompensas del especialista
y había emprendido conscientemente mi carrera como un
«generalista», como alguien más interesado en unir los fragmentos
conforme a un patrón ordenado y significativo que en investigar
minuciosamente cada una de las piezas aisladas.
(...)
No tengo una utopía privada. Si la tuviera,
tendría que incluir las utopías privadas de muchos otros hombres
y los ideales realizados de muchas otras sociedades, pues la vida
aún contiene demasiadas potencialidades como para ser abarcadas
por los proyectos de una sola generación, o por las esperanzas
y creencias de un solo pensador. Al contrario que la mayoría de
los utopistas, en cualquier plan tengo que dejar un lugar para los
desafios, la oposición y el conflicto, para el mal y la corrupción,
pues resultan visibles en la historia natural de todas las sociedades;
y si pongo el énfasis en las virtudes salutíferas y apunto hacia
fines más trascendentales, es porque los momentos negativos de
la vida se las apañan bien por sí solos y no necesitan de mayores
estímulos. Uno no tiene que planear el caos y la degradación,
pues estos se producen cuando el espíritu cesa de estar al mando.
Mi utopía es la vida real, aquí o en cualquier parte, llevada hasta
los límites de sus posibilidades ideales. Por eso, para mí el pasado
es una fuente de utopías tanto como el futuro, y la intensa interacción
entre todos esos aspectos de la existencia, incluidos muchos
acontecimientos que no pueden ser plenamente formulados
o captados, constituye a mis ojos una realidad que sobrepasa todo
lo que uno pueda imaginar o representarse mediante el solo ejercicio
de la inteligencia pura.
De mi estudio de las utopías derivaron dos ideas positivas
fundamentales que se han visto refrendadas por estudios y reflexiones
posteriores. Tales ideas constituían la confirmación de
las mismas intuiciones que, en un primer momento, me habían
impulsado a emprender un estudio sistemático. La primera era la idea de que cualquier comunidad posee, además de sus instituciones
vigentes, toda una reserva de potencialidades, en parte
enraizadas en su pasado, vivas todavía aunque ocultas, y en parte
brotando de nuevos cruces y mutaciones que abren el camino a
futuros desarrollos. Aquí se constata la función pragmática de los
ideales, pues ninguna sociedad será plenamente consciente de su
naturaleza intrínseca o de sus perspectivas naturales si ignora el
hecho de que existen múltiples alternativas al sendero por el que de
hecho se ha encaminado, así como una multitud de fines posibles
además de aquellos que resultan inmediatamente visibles. La otra
idea positiva derivada de las utopías es la idea de totalidad y equilibrio,
que, como ha demostrado la ciencia biológica, son atributos
esenciales de todos los organismos. Tales atributos se convierten
en imperativos conscientes para el hombre, precisamente por ser
su equilibrio, tanto en lo que se refiere a su vida personal como a
su vida comunitaria, algo tan delicado, y porque su propia integridad
a menudo se ha visto amputada, y restringida su capacidad de
acción, a causa de un perverso y excesivo énfasis en una ideología,
institución o mecanismo, supuestamente de suma importancia.
(...)
Así pues, las intuiciones originales que subyacen a ´Historia
de las utopías´, en lugar de verse desmentidas, han sido confirmadas
en lo esencial por la experiencia de los últimos cuarenta años.
La necesidad de comprender las múltiples potencialidades de la
vida, de lograr el equilibrio y la integridad en todos los aspectos
de nuestra existencia, de perseguir la perfección en otros ámbitos
distintos de la técnica jamás fue tan grande como es hoy en día."
Pues eso. A seguir en esta utopía de la vida real, explorando sus límites y equilibrios en estos tiempos tan descolocados...
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