Vivimos días extraños, tiempos agónicos que nos atrapan entre el derrumbe de algunos (¿o muchos?) logros sociales conquistados a lo largo de décadas y la amenaza inminente de un colapso que no terminamos de saber en qué va a consistir, pero sí que se anuncia bastante catastrófico. Tiempos cada vez más estrechos entre ese pasado que nos abandona y ese futuro que se abalanza, dejándonos un presente cada vez más estrecho y asfixiante. Y en este pequeño espacio en el que vamos haciendo equilibrios para no caer, con lo difícil que nos resulta mirar hacia ese futuro que nos angustia, muchos terminamos girando el rostro hacia lo que vamos perdiendo mientras lanzamos un llamamiento a resistir.
Frente a la destrucción del sistema público de salud, frente al abandono de la escuela pública, frente a la precarización de las condiciones de vida y trabajo, frente al crecimiento del individualismo, la fobia al que es diferente y la polarización social extrema, la consigna es similar desde muchos lados: ¡Resistir! ¡Resistir! ¡Resistir!
Pero frecuentemente en esa resistencia no hay esperanza. Es una resistencia que llama a aferrarse al pasado, a herramientas o dinámicas que en otros momentos funcionaron, pero que van perdiendo pie en la realidad actual. Es una resistencia que apela al deber, a la responsabilidad, atrapando toda la energía en proteger algo agónico y en retirada, sabiendo que no es posible evitarla, pero al menos haciendo su desaparición más lenta, más suave, aunque quizás también más dolorosa.
¿Y qué pasaría si en vez de aferrarnos a esa resistencia liberamos la energía que esta nos consume para poder enfocarla a acoger lo que va llegando y acompañar a partir de ahí los procesos en marcha que nos permitan desarrollar nuevas herramientas? Acoger no quiere decir aceptar o aprobar, sino recibir lo que hay, no lo que nos gustaría que hubiera, no lo que creemos que debería ser, ponernos en movimiento a partir de ahí en vez de tratar de echar el pie a tierra y fracturarnos superados por la apisonadora de estos tiempos cada vez más acelerados.
Dejar de resistir no tiene porque ser abandonar. Ni dejar de estar donde estamos para escondernos en un lugar cómodo. Ese es otro tipo de parálisis que también nos anula. Dejar de resistir tiene sentido si conseguimos hacer algo tan simple y tan complejo al mismo tiempo como cambiar el foco. Asumir el momento presente, con todas sus dificultades, no como un tiempo del que protegerse mirando al pasado, sino como el espacio en el que es posible sembrar semillas que puedan germinar en el futuro. Semillas que no surgen de la nada, sino que son fruto de todo lo que fue capaz de generar vida anteriormente, aunque ahora no puedan florecer por los vientos que soplan en contra. Semillas que cada cual llevamos en nuestra mochila, pero no como algo estático, ya que se pueden seguir transformando, incluso generando otras nuevas, a través de encuentros, de movimientos que nos llevan, que nos comparten, que nos cruzan con otras personas y grupos permitiéndonos aprender sobre todo de quienes son más diferentes, de quienes nos resultan más invisibles u ocultos.
Este es el gran reto: abandonar la búsqueda del triunfo presente como principal horizonte, levantar la mirada para habitar plenamente los espacios y tiempos por los que nos movemos, dejándonos afectar por la realidad, buscando encuentros que nos empujen a transformar lo posible y a sembrar lo que todavía no lo es, preguntándonos quiénes somos en todo esto junto con otras que andan también en camino, mirándonos, tocándonos y tomándonos el tiempo necesario para reconocernos, para atrevernos a inventar un nombre colectivo en el que muchas se reconozcan para desde ahí transformar cada calle, cada pueblo, cada mundo.
¿De qué manera situarnos para ser semilla? ¿Cómo poder enriquecerla junto a otras? ¿Hacia dónde dejarla ir?
Los vientos siguen soplando...
Texto que toma muchas ideas de diversos escritos de Amador Fernández-Savater y su libro "Habitar y gobernar"