viernes, 23 de noviembre de 2018

Mi utopía es la vida real

Dicen que las utopías son propias de la adolescencia y la juventud, de esa etapa de ensoñación en la que los pies dudan a veces entre el terreno que pisan y las ganas de volar hacia nuevos parajes o crear nuevos mundos. Siempre rechacé esta idea, que me pareció derrotista, pero justamente hoy, celebrando un año más que cae en mi saca, comienzo la lectura de "Historia de las Utopías", de Lewis Mumford, precisamente una obra de juventud, y desde sus primeras páginas me reconozco en lo que dice, no como voz de la ensoñación frustrada, sino como palabra enraizada en un abrirse a la vida que puede llevar más lejos (y más cerca) aún de lo que uno esperaba cuando empezaba a batir las alas.

"Al intentar extraer el elemento ideal de la matriz de la sociedad contemporánea, los utopistas clásicos, a menudo en ese mismo esfuerzo por lograr una forma más pura de comunidad, dejaban fuera muchos componentes necesarios que, como los elementos más básicos de una aleación, fortalecen los metales preciosos y los hacen más duraderos. El funcionamiento del entorno natural y de la historia humana provee incluso a la comunidad más pobre de un rico abono, que es mucho más favorable a la vida de lo que podría serlo el más racional de los esquemas ideales si le faltase un suelo semejante sobre el que desarrollarse. Con todo, en mi juventud, la creencia utópica en que la vida presenta distintas potencialidades latentes e inutilizadas que podrían cultivarse y llevarse a la perfección se me antojaba algo saludable; y todavía conservo tal creencia en la permanente posibilidad de la autotransformadón y autotrascendenda del hombre.

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Bien es verdad que los revoludonarios del siglo XVIII y sus seguidores más recientes a menudo exageraban la maleabilidad de la sociedad y, lo que es peor, imaginaban que descartando meramente el pasado conseguirían la dave de un futuro mejor, completamente racional en sus propósitos y, en consecuencia, ideal conforme a su propio criterio. Para ellos, y siguiendo a Locke, la sociedad humana era producto de la mente humana y debía ser tratada como un folio en blanco sobre el cual cada generación podría, tras borrar el pasado, dejar su propia impronta ideal. De ahí que se equivocasen al sobrevalorar tanto la cantidad como el valor de las mutaciones creativas que se producían en cada generación y al infravalorar la importanda de los «vestigios» y las «persistencias» que habia ido depositando cada generación anterior, que aumentaban de forma inimaginable la riqueza de la vida humana y que, por cierto, resultaban — como el lenguaje mismo— esenciales para su supervivenda.

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Desde el principio era consciente de otra virtud que curiosamente se había pasado por alto: todas las obras utópicas clásicas habían considerado la sociedad como un todo y le habían hecho justicia, al menos en la imaginación, a la interacción entre el trabajo, la gente y el espacio, y a la interrelación entre las funciones, la instituciones y los propósitos humanos. (...) El pensamiento utópico, tal como yo llegué a concebirlo, era pues lo opuesto al unilateralismo, el sectarismo, la parcialidad, el provincianismo y la especialización. Quien practicase el método utópico debía contemplar holísticamente la vida y verla como un todo interrelacionado: no como una mezcla azarosa, sino como una unión de piezas orgánica y crecientemente organizable, cuyo equilibrio era importante mantener — como en el caso de cualquier organismo viviente— a fin de promover el crecimiento y la trascendencia. Gracias al ejemplo de Patrick Geddes, uno de mis primeros maestros, dicha creencia en el equilibrio y la totalidad ya estaba profundamente enraizada en mí cuando escribí este libro. Si no al duro trabajo, sí había renunciado a las recompensas del especialista y había emprendido conscientemente mi carrera como un «generalista», como alguien más interesado en unir los fragmentos conforme a un patrón ordenado y significativo que en investigar minuciosamente cada una de las piezas aisladas.

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No tengo una utopía privada. Si la tuviera, tendría que incluir las utopías privadas de muchos otros hombres y los ideales realizados de muchas otras sociedades, pues la vida aún contiene demasiadas potencialidades como para ser abarcadas por los proyectos de una sola generación, o por las esperanzas y creencias de un solo pensador. Al contrario que la mayoría de los utopistas, en cualquier plan tengo que dejar un lugar para los desafios, la oposición y el conflicto, para el mal y la corrupción, pues resultan visibles en la historia natural de todas las sociedades; y si pongo el énfasis en las virtudes salutíferas y apunto hacia fines más trascendentales, es porque los momentos negativos de la vida se las apañan bien por sí solos y no necesitan de mayores estímulos. Uno no tiene que planear el caos y la degradación, pues estos se producen cuando el espíritu cesa de estar al mando. Mi utopía es la vida real, aquí o en cualquier parte, llevada hasta los límites de sus posibilidades ideales. Por eso, para mí el pasado es una fuente de utopías tanto como el futuro, y la intensa interacción entre todos esos aspectos de la existencia, incluidos muchos acontecimientos que no pueden ser plenamente formulados o captados, constituye a mis ojos una realidad que sobrepasa todo lo que uno pueda imaginar o representarse mediante el solo ejercicio de la inteligencia pura.

De mi estudio de las utopías derivaron dos ideas positivas fundamentales que se han visto refrendadas por estudios y reflexiones posteriores. Tales ideas constituían la confirmación de las mismas intuiciones que, en un primer momento, me habían impulsado a emprender un estudio sistemático. La primera era la idea de que cualquier comunidad posee, además de sus instituciones vigentes, toda una reserva de potencialidades, en parte enraizadas en su pasado, vivas todavía aunque ocultas, y en parte brotando de nuevos cruces y mutaciones que abren el camino a futuros desarrollos. Aquí se constata la función pragmática de los ideales, pues ninguna sociedad será plenamente consciente de su naturaleza intrínseca o de sus perspectivas naturales si ignora el hecho de que existen múltiples alternativas al sendero por el que de hecho se ha encaminado, así como una multitud de fines posibles además de aquellos que resultan inmediatamente visibles. La otra idea positiva derivada de las utopías es la idea de totalidad y equilibrio, que, como ha demostrado la ciencia biológica, son atributos esenciales de todos los organismos. Tales atributos se convierten en imperativos conscientes para el hombre, precisamente por ser su equilibrio, tanto en lo que se refiere a su vida personal como a su vida comunitaria, algo tan delicado, y porque su propia integridad a menudo se ha visto amputada, y restringida su capacidad de acción, a causa de un perverso y excesivo énfasis en una ideología, institución o mecanismo, supuestamente de suma importancia.

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Así pues, las intuiciones originales que subyacen a ´Historia de las utopías´, en lugar de verse desmentidas, han sido confirmadas en lo esencial por la experiencia de los últimos cuarenta años. La necesidad de comprender las múltiples potencialidades de la vida, de lograr el equilibrio y la integridad en todos los aspectos de nuestra existencia, de perseguir la perfección en otros ámbitos distintos de la técnica jamás fue tan grande como es hoy en día."

Pues eso. A seguir en esta utopía de la vida real, explorando sus límites y equilibrios en estos tiempos tan descolocados...