Así que echo la vista atrás, pidiendo a la memoria que me dé pistas sobre los tesoros recopilados a lo largo de estos años. Y es un alivio descubrir cómo en este caminar, aún corto en el caso de mis hijas, medianamente amplio en el mío, se van acumulando momentos, encuentros y procesos que ofrecen indicaciones de por donde continuar.
En mi vida, un momento clave: el encuentro con las familias del Pozo del Huevo, marcadas por la pobreza y la dignidad a partes iguales, donde me descubrí privilegiado por el simple hecho de poder entrar y salir de allí cada semana tras hacer unas horas de voluntariado, frente al encierro de quienes allí vivían, atrapadxs en una realidad de la que por mucho que luchaban día a día, no había posibilidad de escapar: sin trabajo y sin vivienda adecuada, con el eterno cartel de "fracaso escolar" a cuestas, forzados a la dependencia porque las alternativas que encuentran para salir adelante se criminalizan, culpabilizados siempre de su situación. Como he escuchado muchas veces desde entonces a muchxs en situaciones parecidas: "es como darse contra un muro, como si lo tuvieras que tirar a cabezazos, y al final te rompes". Pero ese muro para mi no es tal, sino una puerta que puedo elegir cuando traspasar, y si es para entrar o para salir. Yo puedo decidir si ir o no ir, si quedarme o marchar. Y hace tiempo decidí que quería dejarla siempre abierta, para poder pasar tiempos dentro viendo cómo enfrentar lo que para ellxs es un muro.
Qué gusto poder recuperar también muchos momentos en los que mis hijas han ido pudiendo experimentar de manera más natural ese encuentro más allá de las barreras que fraccionan nuestra sociedad. Me emociona por ejemplo recordar la pequeña escuela infantil de Tetuán a la que fuimos durante 5 años, donde cada clase era un crisol diverso de gitanxs, payxs, latinxs y africanxs y cada 15 días se juntaba el cole entero para celebrar su riqueza y el gozo de aprender juntxs en torno a un proyecto común, desde lxs mxs peques a lxs mayores. Me emociona especialmente recordar a mis hijas jugando con sus amigxs sin diferenciar colores ni clases sociales, en contraste con los propios miedos con los que yo crecí, aterrado durante toda mi infancia por los prejuicios que descubría en mi mismo hacia el mundo gitano. Miedo que, por otro parte, aún me pesa, y eso que ahora tengo unxs cuantxs amigxs gitanxs. Pero aún hay encuentro en mí ese resquicio de rechazo a primera vista ante todo el que me conecte de nuevo con ese miedo infantil. Ojalá pudiera arrancarme ese automatismo, pero... ahí anda.
Qué gusto poder recordar los primeros años de mis hijas, cuando las calles de Madrid aún bullían en manifestaciones y creíamos que el cambio estaba cerca. Qué gusto que pudieran experimentar ese salir en común, esa fuerza de la lucha y la esperanza compartida.Qué gusto que pudieran cantar, gritar, dejarse invadir por ese grito "¡Si se puede!¡Sí se puede!". Eso quedará grabado, aunque no entendieran muy bien de que iba la cosa en concreto. Frente a las dificultades, cuando no haya salidas claras, ese recuerdo les empujará a buscar con otrxs, y a reafirmar que no hay nada imposible si nos unimos.
Eso no es poca cosa. Porque por todos lados nos bombardean para que nos encerremos con quienes son similares, con quienes nos son cercanos o compartimos determinadas visiones del mundo. Cada vez más encerradxs en burbujas aisladas dentro de las cuales creemos encontrar protección. Y cada vez más muros que dejan fuera a quiénes pueden poner estas burbujas en riesgo. Cada vez más soledad. Cada vez más aislamiento. Cada vez más impotencia. Porque para cambiar las cosas, para darle la vuelta a las realidades que duelen y generan sufrimiento, no hay otra manera que sumar, que sumarnos, que construir puentes, abrir puertas y mirarnos a los ojos. Eso mismo que yo tardé años en poder hacer mientras que para mis hijas fue un juego, muchos juegos.
En una de esas manifestaciones, todavía con dos años y medio, mi hija de repente miró hacia el cielo y me dijo "Mira, papá.. ¡la luna!". Eso me enseñó ella ese día. Que estando juntxs tenemos que atrevernos a mirar la luna, por lejos que parezca.
Como hicieron por ejemplo en el colegio público Nuñez de Arenas, en Entrevías. Un cole que pasó de ser ejemplo de fracaso y abandono a poner en marcha una revolución desde lo cotidiano pero que apunta muy alto. Y todo porque entre algunas docentes y familias decidieron romper el guetto que se había consolidado, apostando y comprometiendo mucho en el camino. Pero mirando, desde la experiencia compartida, hacía ese horizonte que solo se puede conquistar en común.
¿Qué es lo que quiero que mis hijas aprendan? A situarse en el mundo en el que viven, en la sociedad en la que estamos, desgraciadamente injusta y desigual. Pero no desde la resignación o la frustración. sino siendo capaces de identificar las oportunidades y herramientas que haya en cada momento para vincularse a otrxs, a lxs que se les parecen y a quienes son más diferentes, para buscarse las mañas con las que construir el "¡Sí se puede!". Y para ello no queda otra que implicarnos, día a día, en hacer posible que su colegio sea cada vez más diverso, dialogante, para todxs (y eso solo es posible dentro de la educación pública) y abierto a la creación colectiva. En ello quiero empeñarme, junto con otras madres y padres que también quieren apostar por ello. Y de eso seguro que aprenderan nuestrxs hijxs, no tanto en función de si tenemos éxito o fracasamos, sino de si somos capaces de seguir enseñándonos mutuamente para no perder de vista donde está la luna.
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