MI LUGAR. mi lugar de enunciación: soy charnega como narración, como origen desganado en una familia migrada, instalada en Catalunya, pero estancada en el recuerdo de una patria remota. Mestiza como experiencia de resistencia al recelo y a la negación cruzados entre etnocentrismos de bando y bando, entre nacionalismos divergentes en las formas pero idénticos en los fondos. Desplazada, periférica como opción política, como desafecto por los espacios geográficos, como rechazo a los esencialismos históricos y culturales. Como distancia. Como repulsa a filiarme a ninguna identidad en ninguna parte.
MIS ENUNCIADOS. Me horroriza la patria, cualquiera de ellas. Me disgustan las banderas y detesto, por encima de todo, los límites y las fronteras, sean conceptuales o espaciales, geográficas, mentales o literales. Las fronteras no unen, ni siquiera dividen. El drama de las fronteras es que crean. Generan realidades y, una vez generadas, las encierran. Las anquilosan. Las pudren. Me obsesiona desmantelar los puentes interculturales, esa gran trampa. Los puentes se construyen sobre abismos, entre orillas distantes, sobre espacios discontinuos... Y de eso la cultura, la vida, no entiende. Somos continuidad, deberíamos ser devenir.
LA TRAMPA. No creo en las fronteras, pero existen. Pensar la independencia de Catalunya desde la crítica a las fronteras es tan demagógico como usar la deconstrucción del género binario para menoscabar las reivindicaciones de los feminismos. Yo misma he caído en esa trampa, tal vez por pereza de pensar un debate que nunca consideré como propio. Pero que inevitablemente ya es.
LA CONCLUSIÓN. En un mundo infame que sólo sabe entenderse por oposición, que sólo sabe afirmarse negando a los demás, que no duda en confrontarse y siempre duda en cooperar, que sólo construye destruyendo, que sólo sabe restar en lugar de sumar, ¿por qué esperar que Catalunya sea mejor que los demás? No lo es, no lo será. Catalunya es un país normal. Y tiene derecho a ser reconocida en esa misma mediocre y vulgar normalidad. Negarle sus fronteras con la excusa de un mundo mejor es simplemente negárselas apostando por un mundo peor por desigual. Un mundo en que algunas tienen derecho a un Estado, por mezquino que sea, y las demás, ni siquiera a eso.
EPITAFIO. Yo no creo en las fronteras. Me repugnan, me horrorizan. No creo en los permisos de residencia, en las alambradas, en los Centro de Internamiento de Extranjeros, en las personas “ilegales”, en los naufragios sin asistencia, en la tierra como propiedad, como posesión, como identidad. No creo en los países, ni en los Estados, ni en las naciones, ni en los ejércitos, ni en los gobiernos.
Como la promesa de dejar de fumar a cada principio de año, en Catalunya existe la ilusión de que con el nuevo Estado empezaremos una vida más sana. Me encantaría creerlo, pero no puedo. Seremos lo mismo con distinto nombre porque los poderes seguirán siendo los mismos, los objetivos los mismos y nuestra forma de pensarnos sigue y seguirá siendo la misma. Estamos dedicando toda esta ilusión, toda esta energía, toda esta pasión a un objetivo que sólo cambiará la forma, pero no el fondo. Y, sin embargo, ahí están la ilusión, la energía, la pasión.
En su Don Julián, Juan Goytisolo escribía: “La patria es la madre de todos los vicios: y lo más expeditivo y eficaz para curarse de ella consiste en venderla, en traicionarla (…) o entregarla, regalo envenenado, a quien nada sabe ni quiere saber de ella”.
A las que nos quisimos apátridas, mestizas, periféricas, en Catalunya se nos ha entregado una patria. No hay escapatoria: negarla es afirmar la otra. Estamos instaladas en lo binario, no hay otro camino.
Sólo nos queda recoger la ilusión, la energía, la pasión y seguir haciendo lo que hicimos siempre: debatir, cuestionar, construir desde las bases, picar piedra, arrimar el hombro y tratar de decantar la balanza para que, por una vez, un Estado nuevo sea algo significativamente nuevo.
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