Revuelta inmediata y revuelta histórica
Nuestro tiempo está marcado por las revueltas, ¿pero de qué tipo son?
Badiou propone una distinción aclaratoria entre “revuelta inmediata” y
“revuelta histórica”. La revuelta inmediata es muy breve (una semana a
lo sumo), está circunscrita espacialmente a los lugares donde viven los
manifestantes, se extiende por imitación entre lugares y sujetos
idénticos, ella misma es internamente muy homogénea y por lo general
carece de palabras, declaraciones u objetivos. Badiou está pensando por
ejemplo en la revuelta de las periferias francesas de 2005 o en los
episodios de pillaje en Londres durante el verano de 2011 (ambos casos
provocados por muertes vinculadas a actuaciones policiales más que
dudosas). La revuelta inmediata es más nihilista que política. Se
consume en el rechazo y en la ausencia de perspectivas. Es incapaz de
abrir un porvenir.
Por su lado, la
revuelta histórica se desarrolla en un tiempo más largo (semanas,
incluso meses), se localiza en un espacio central y significativo de
las ciudades, se extiende incluyendo a distintos sujetos, su
composición interna no es homogénea sino un mosaico de la población (un
poco de todo) y en ella la palabra circula, hay objetivos y demandas
(aunque no programas). Badiou está pensando sobre todo en la primavera
árabe, pero también incluye aquí al 15-M, Occupy, etc. La revuelta
histórica es capaz de unir lo que normalmente está dividido (personas
con distintos intereses, identidades, ideologías). Hace presente lo que
estaba ausente (o “dormido”, según la metáfora de Sol). No se agota en
sí misma, sino que desencadena nuevos procesos.
Las revueltas históricas reabren el juego de la Historia. Por un lado,
sacuden la visión establecida del mundo. En nuestro caso, el relato
del “fin de la Historia” (la idea de que el matrimonio feliz entre
capitalismo y democracia representativa constituye la única forma de
organización social viable) y la reducción de la vida a vida privada y
búsqueda del propio interés. Por otro, activan la capacidad colectiva de
transformación de la realidad. Es decir, descongelan la historia
poniendo en marcha otra secuencia de la política de emancipación. En el
caso de las revueltas actuales, sería la tercera.
Las tres secuencias de la política de emancipación
La historia de la política de emancipación está organizada en
secuencias o fases. Las secuencias se abren por acontecimientos (que
generan nuevas posibilidades para la acción colectiva) y se cierran por
problemas (puntos de detención y finalmente de parálisis de las
prácticas políticas). Entre secuencia y secuencia existen “periodos de
intervalo” en los que, como dice la frase célebre, “lo viejo no acaba
de morir y lo nuevo no acaba de nacer”.
Entre 1789 (año de la Revolución Francesa) y 1871 (la Comuna de París)
se desarrolla la primera secuencia en torno a la idea-fuerza de la
revolución entendida como derrocamiento insurreccional del orden
establecido. Es la secuencia de formación del movimiento obrero, de las
discusiones entre Marx, Bakunin, Proudhon y Blanqui, del socialismo
utópico, de las minorías conspiradoras y las barricadas. El problema que
agota finalmente esta secuencia es que las insurrecciones, sin
concepto fuerte ni organización duradera, son reprimidas y masacradas
una y otra vez. La secuencia se sella definitivamente con la sangre de
los comuneros en el París revolucionario de 1871.
La segunda secuencia, entre 1917 y 1976, se organiza en torno a la
idea de la revolución como conquista (fundamentalmente militar) del
poder. El “cerebro” de esta secuencia es, naturalmente, Lenin. Su
balance de la primera secuencia es el siguiente: la cuestión principal
que deja pendiente es la de la victoria, cómo ganar y cómo hacer que la
victoria dure. (Se dice que Lenin, no especialmente dado a las
exteriorizaciones físicas de alegría, llegó a bailar en la nieve cuando
la Revolución Rusa superó los setenta y dos días que duró la Comuna de
París). Y la respuesta es el Partido: una capacidad centralizada y
disciplinada, dirigida a tomar el poder y construir un Estado nuevo. A
la lógica insurreccional le sucede por tanto una lógica de toma del
poder. (A un español le vendrá a la cabeza probablemente como objeción
la experiencia anarquista, pero Badiou parece considerar el anarquismo
como un “pariente pobre” del marxismo-leninismo que nunca ha organizado
realmente una sociedad más allá de algún episodio puntual y
excepcional).
La segunda secuencia
es la del comunismo estatal, la ciencia de la conquista del Estado,
Lenin, Trotsky, Mao... pero también la del terror como herramienta de
gobierno. El problema que agota esta secuencia es la identificación
absoluta entre política y poder. La relación entre las tres instancias
de la política (acción colectiva, organizaciones y Estado) se articula
bajo la forma de la representación sin fisuras (“las masas tienen
partidos y los partidos tienen jefes”, dirá Lenin). Y el Estado
revolucionario se convierte finalmente en un aparato autoritario y
separado de la gente que se relaciona con todo lo que no es él mediante
una lógica de guerra: el otro como enemigo que se trata de neutralizar
por todos los medios al alcance. La revuelta antiautoritaria de Mayo
del 68, con su rechazo de la representación, de la división entre los
que saben (y mandan) y los que no (y obedecen), de la política como un
asunto exclusivo de partidos y especialistas, marcará el final de esta
secuencia.
Intervalos
Como decíamos antes, entre secuencias existen “periodos de intervalo”
donde lo viejo está agotado (aunque pesa como inercia) pero no sabemos
aún qué es lo nuevo. No hay figuras compartidas y practicables de la
emancipación: dispositivos replicables, imágenes comunes del porvenir,
“linguas francas”. En los periodos de intervalo, como se puede suponer,
el estado de cosas aparece como inevitable y necesario, incuestionable.
La hegemonía de las ideas dominantes es muy vigorosa: “las cosas son
así”, “siempre habrá ricos y pobres”. Y la rebelión se expresa a menudo
teñida de nihilismo y desesperación (“no hay nada qué hacer, pero aún
así...”). El periodo entre 1871 y 1917 fue un intervalo. Desde 1976
vivimos en otro. La secuencia organizada en torno a la idea-fuerza de la
toma del poder se cierra (sin que prospere la renovación apuntada
durante algunos años por Mayo del 68) y se impone la lectura
conservadora de que toda revolución está abocada a la masacre y es mejor
asumir por tanto el “mal menor” de la democracia representativa.
Pero algunas experiencias colectivas (como el propio Mayo del 68, el
movimiento polaco Solidaridad, el zapatismo o la primavera árabe)
empiezan a dibujar una hipótesis bien distinta: no es la idea de
transformación del mundo la que ha quedado definitivamente impugnada en
las checas y los gulags, sino la respuesta del Partido y la toma del
poder. Estos acontecimientos pueden ser leídos por tanto como señales de
que se está abriendo paso, lenta y fragmentariamente, una nueva
secuencia donde el desafío es inventar una política a distancia del Estado.
Esa es la revolución mental y cultural que proponen estos movimientos:
concebir la política como creación (de posibilidades) y no como
representación (de sujetos o demandas). Una política que exista por ella
misma y no subordinada al poder y su conquista.
¿Significa esto que la política por venir debe desentenderse de los
problemas del poder y el Estado (como en algunas tentativas de
construir una sociedad paralela o en los márgenes de la oficial)? La
respuesta es negativa. La política no debe confundirse con el poder,
pero tampoco desentenderse de él, sino inventar modos de imponerle cuestiones sin colocarse en su lugar.
Obligar al Estado sin ser Estado. Afectar y alterar el poder sin
ocuparlo (ni desearlo). El desafío es pensar la articulación entre los
tres términos de la política (recordemos: acción colectiva,
organizaciones y Estado), no bajo la forma de la representación, sino
más bien según un arte de las distancias (es decir, de conflictos y
conversaciones entre instancias que no se confunden ni se “traducen”
simplemente unas a otras).
Por todo
ello, Badiou es muy crítico en general con la izquierda (también la
alternativa) que sigue pensando con el cerebro de la secuencia
anterior: “traducir” al plano institucional las demandas sociales,
cuando los movimientos no se reducen a pedir cosas, sino que son también
instancias creadoras de nueva realidad (nuevos valores, nuevas
relaciones sociales, nueva humanidad); poner en el centro de toda
actividad las elecciones, cuando el procedimiento electoral convierte en
número, inercia y separación lo que en la calle se expresa como
voluntad colectiva y transformadora (con las enormes decepciones
consiguientes: después de Mayo del 68, De Gaulle; después de Plaza
Tahrir, los Hermanos Musulmanes); proponer formas delegativas de la
política que nos prometen cambiar el mundo sin tener que cambiar un
ápice nosotros, etc.
Las formas de
pensar de la secuencia anterior (representación, delegación, etc.)
mantendrán su relativa vitalidad mientras no se inventen las figuras
conceptuales y organizativas de la tercera secuencia. El problema es
que aún estamos en un periodo de intervalo: las revueltas no son revoluciones.
No saben qué poner en lugar de lo que derriban, ni qué nueva relación
instituir entre los tres términos de la política. En eso consiste la
“indecisión” (con trágicas consecuencias) de los manifestantes de Plaza
Tahrir: “tiramos gobiernos, ¿y luego qué?” La misma idea de revolución
está en crisis. Antes cada grupo o tribu política tenía la suya, pero
la referencia era compartida. Ahora ya nadie sabe muy bien qué
significa y usamos la palabra en forma lúdica (como la spanish revolution, un guiño al famoso gag de los Monthy Python).
Falta la Idea (escrito por Badiou así, en mayúsculas), es decir, una
nueva visión de la vida en común, lo suficientemente clara como para
presentarse como alternativa a esta sociedad (la idea comunista jugó ese
papel en el pasado). Y una nueva articulación entre los tres términos
de la política.
Pero podemos ser
optimistas. Las revueltas abren de nuevo lo posible. Eso explica que el
texto más entusiasta de la historia de la política de emancipación (El Manifiesto Comunista)
se escribiese después de la derrota del levantamiento de 1848. Esa
insurrección había abierto una brecha importantísima en la restauración
del orden de 1815 tras los desórdenes revolucionarios de 1789. Hay
fracasos y fracasos. Hay derrotas muy fecundas.
En un periodo de intervalo el mayor enemigo somos nosotros mismos:
nuestra impaciencia, nuestra inconstancia, nuestro miedo a lo
desconocido. Se requiere mucho coraje y tenacidad para no recaer las
viejas respuestas ni tampoco desalentarse. ¿Cómo orientarnos sin
recurrir a las viejas brújulas? No hay recetas ni atajos. La clave está
sobre todo en la capacidad de invención de las prácticas reales, que
no nos ofrece soluciones (que aplaquen nuestra angustia), pero sí las posibilidades para encontrar esas soluciones.
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