Termino ya aquí con lo que he ido encontrando en la lectura del libro de Santiago Alba Rico y Carlos Fernández Liria:"El naufragio del hombre", con un planteamiento controvertido pero que creo que es necesario plantear de manera abierta. Allá va...
"Las organizaciones socialistas se resistieron con uñas y dientes a ceder del todo esta periferia social del capitalismo, exigiendo unas precarias condiciones para desplegar ese mínimum antropológico que, hasta el momento, el ser humano tenía asegurado por la revolución neolítica. Al fin y al cabo, se luchaba sindicalmente por conseguir un techo, unas mínimas garantías de subsistencia, una vida familiar, un fuego en la cocina, un día de descanso para rezar. Y con ello, todo un ramillete de distinciones entre el día y la noche, el hombre y la mujer, el niño y el adulto, los dioses y los mortales, los seres humanos y los animales... Todas esas distinciones habían dejado de existir en las fábricas de la revolución industrial, en las que era imposible distinguir el día de la noche y donde las mujeres, los hombres y los niños trabajaban como si, en realidad, no fueran más que bestias de carga. Todo aquello que el Neolítico había arrancado a la Naturaleza, estaba ahora amenazado por la Historia. La sincronía neolítica en la que el hombre logra "arraigar en el cosmos" quedaba así cada vez más y más arrinconada en una periferia o un suburbio del curso histórico. A la sociedad capitalista le basta con ser sociedad de manera tangencial. Como mostró tan gráficamente la obra de Polanyi, el capitalismo habría, sin duda, llegado a un extremo casi suicida si no hubiera sido porque, en primer lugar, todas las fuerzas reaccionarias del antiguo régimen se ocuparon de organizar un sistema de beneficencia parroquial. Eso permitió retrasar el futuro, amortiguar la llegada de la nueva Era el tiempo suficiente para que la lucha sindical tomara el relevo y se ocupara por su cuenta de conservar, en nombre paradójicamente de la revolución social, todas esas reliquias antropológicas amenazadas por el tren sin frenos del capitalismo.
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No se trataba por supuesto de un "pasado" cronológicamente localizable, no se trataba de una defensa del antiguo régimen. Pero sí se trataba, al fin y al cabo, de la reivindicación sindical de un "pedazo de pasado" muy particular, de ese mínimo de neolítico sin el cual, la vida humana se convierte en imposible. En eso el socialismo se mostraba muy conservador. Tal y como decía Chesterton: "el pueblo nunca puede rebelarse si no es conservador, al menos lo bastante como para haber conservado alguna razón para rebelarse".
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Es muy cierto que el socialismo desperdició todas las oportunidades de seguir el camino de Lafargue explicitando su vocación conservadora frente al progreso ciego y suicida del capitalismo. Para ello habría que haber pensado el socialismo —tal y como planteó en alguna ocasión Walter Benjamin— como un freno de emergencia capaz de detener la locomotora desbocada del capitalismo que nos arrastra hacia ninguna parte. Sin embargo, la llamada "teoría materialista de la historia", que pensaba el socialismo como una etapa posterior y superior al capitalismo en la que necesariamente habría de desembocar la humanidad, se impuso sobre cualquier consideración de este tipo. En este sentido se ha reprochado con razón a la tradición socialista actuar como vanguardia del progreso capitalista, pretendiendo acelerar su obra de destrucción. No cabe duda de que, al mismo tiempo —ya hemos subrayado esta ambigüedad más arriba—, la lucha sindical era más que nada humanista, proteccionista y reaccionaria, pero la ideología "revolucionaria" se imponía siempre sobre este tipo de consideraciones.
Las consecuencias teóricas fueron muy desfavorables para la tradición socialista y anarquista. A la ya aludida renuncia a los conceptos de derecho y ciudadanía, que había regalado gratis al enemigo los desarrollos teóricos de la mejor Ilustración, se sumaba esta otra insensatez de carácter antropológico. De este modo, no sólo lo racional y el derecho, sino también lo razonable, lo sensato, el sentido común mismo, hablaban en contra de la revolución. Frente a la sinrazón del capitalismo, frente a su hybris revolucionaria, los revolucionarios socialistas no podían ofrecer más que más de lo mismo. Mientras tanto, en cambio, programas reaccionarios llamativamente ingenuos desde un punto de vista económico y político, como el de Chesterton, podían ataviarse con un sentido común irrefutable. Los reaccionarios nos enseñaban, así, a odiar el capitalismo con mucha más intensidad que los revolucionarios, y sobre todo, con mucho más acierto. Probablemente, el marxismo se había merecido con creces el sarcasmo de Hannah Arendt: "No comparto el gran entusiasmo de Marx hacia el capitalismo. En las primeras páginas del Manifiesto Comunsta, podemos encontrar el mayor elogio del capitalismo que jamás hayamos leído. Y esto en un momento en que ya el capitalismo estaba siendo duramente atacado, especialmente por parte de la denominada derecha. Los conservadores fueron los primeros en sacar a colación tales críticas, que más tarde fueron asumidas por la izquierda y también naturalmente por Marx. (...) Por supuesto, la crueldad del capitalismo de los siglos XVII, XVIII y XIX era arrolladora. Y hay que tenerlo presente al leer el gran elogio de Marx hacia el capitalismo. Estaba rodeado por las más horribles consecuencias de ese sistema y, a pesar de ello, pensó que era una gran cosa. Era también hegeliano y naturalmente creía en el poder de lo negativo. Pues bien, yo no creo en el poder de lo negativo, de la negación, si constituye la terrible desgracia de la gente".
En la actualidad, la recuperación del pensamiento reaccionario intenta repetir la jugada con fuerzas renovadas, pero esta vez a los socialistas la cosa no nos debería coger desprevenidos. Demasiado hemos experimentado ya lo que significaban humanamente hablando algunas de nuestras utopías. Como dice Santiago Alba Rico: "El capitalismo ha convertido en pesadillas atenazadoras todos y cada uno de los sueños emancipadores del socialismo, lo que tal vez demuestra que estos sueños se habían incubado en un suelo parcialmente podrido. El socialismo demandaba un mundo nuevo y el capitalismo nos proporciona uno cada mañana, sin historia y sin memoria, a cuya modernísima hechura los hombres tienen que ajustar su 'antigüedad' física y moral. El socialismo quería producir más valores de uso y el capitalismo ha arrojado sobre nuestras cabezas tal avalancha de mercancías que su propio exceso suspende toda condición de uso. El socialismo quería eliminar la división del trabajo y las 'especializaciones' alienantes ('cazadores por la mañana, pescadores al mediodía, pastores por la tarde y críticos literarios después de cenar', sugería Marx) y el capitalismo nos ha concedido inmediatamente el trabajo precario, la flexibilidad laboral, la deslocalización y las empresas de trabajo temporal".
Lo que había que haber entendido y ahora tenemos que entender mejor que nunca es que en un mundo capitalista es imposible ser sindicalmente reformista o antropológicamente conservador, sin ser económicamente revolucionario. La tradición teórica del marxismo y la lucha política socialista se habrían ahorrado muchos deslices, muchos disparates y muchos crímenes si hubieran sabido ver ciaro a este respecto y hubieran sabido expresarse a las claras diciendo la verdad. El capitalismo no deja un resquicio para el reformismo. El capitalismo corre mucho más deprisa que las leyes. Naomi Klein ha acertado de lleno al hablar de "capitalismo del desastre": el capitalismo podría funcionar perfectamente en unas condiciones de desastre social generalizado. Bajo estas condiciones, lo utópico no es cambiar, sino permanecer. Lo utópico no es la revolución, sino la reforma o la conservación.
Santiago Alba propone que, "frente a la utopía con dientes y sobre ruedas del capitalismo, los movimientos alterglobalización y el nuevo socialismo deben articular una respuesta al mismo tiempo revolucionaria, reformista y conservadora. Debe ser, en efecto, revolucionaria en el ámbito económico, reformista en el ámbito político y conservadora en el ámbito antropológico". "Debe transformar la estructura de la propiedad y la distribución de riqueza que la acompaña. Debe aprovechar y corregir algunos de los 'progresos de la razón' cristalizados en instituciones que sólo pueden funcionar bien fuera del capitalismo, pero deben aún cumplir su papel. Y debe, finalmente, conservar las cosas, ecológica y ontológicamente amenazadas, y las buenas relaciones humanas que en torno a ellas se traban. La primera radical transformación del mundo que debemos abordar es la de conservarlo. Ya hemos 'progresado' lo suficiente; de hecho, hemos progresado tanto que hemos dejado atrás algunas de las estaciones correspondientes a Otros Mundos Posibles modestamente superiores a éste. Ahora de lo que se trata es de pararse".
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