Aunque en ocasiones irregular y bajo mi punto de vista demasiado catastrofista, al análisis de Bifo sobre la nueva antropología, formas de conocimiento y comunicación de las nuevas generaciones, recogido en "Generación Post-Alfa", merece una mirada en profundidad. Algunos extractos:
"En apariencia, esta sociedad garantiza el máximo de libertad a sus componentes. Cada uno puede hacer lo que le parece. No hay ya imposición de normas. No se pretende ya disciplinar los comportamientos individuales ni los itinerarios colectivos. Pero el control está inserto en el dispositivo del cerebro humano, en los dispositivos que hacen posibles las relaciones, el lenguaje, la comunicación, el intercambio. El control está en todas partes, no está políticamente centralizado. El movimiento del 77 percibe este campo problemático, y no es casual que precisamente en esos años se empiece a dibujar con claridad el paso del pensamiento estructuralista al postestructuralista, si podemos llamar así al pensamiento rizomático y proliferante que tiene su expresión más significativa en El anti-Edipo de Deleuze y Guattari. El movimiento del 77 no quiere estar obsesionado con la centralidad política del estado, del partido, de la ideología. Prefiere dispersar su atención, su acción transformadora, su comunicación por territorios mucho más deshilachados: las formas de convivencia, las drogas, la sexualidad, el rechazo del trabajo, la experimentación de formas de trabajo con motivación ética, la creatividad.
(...)
El trabajo digitalizado manipula signos absolutamente abstractos, pero su funcionamiento recombinante es cada vez más específico, cada vez más personalizado y por lo tanto cada vez menos intercambiable. Por eso los empleados high tech (que crean o utilizan alta tecnología) tienden a considerar al trabajo como la parte más esencial de su vida, la más singular y personalizada.
Exactamente lo contrario de lo que le sucedía al obrero industrial, para quien las ocho horas de prestación asalariada eran una especie de muerte temporaria de la que se despertaba sólo cuando sonaba la sirena del fin de la jornada. Esto vuelve al trabajador cognitivo enormemente más frágil. El semiocapital ha puesto el alma a trabajar.
(...)
En las últimas décadas la comunidad social urbana perdió progresivamente interés y quedó reducida a un envoltorio muerto de relaciones sin humanidad y sin placer. La sensualidad y la convivencia han sido progresivamente transformadas en mecanismos estandarizados, homologados y mercantilizados, y el placer singular del cuerpo fue sustituido por la necesidad ansiógena de identidad.
Parece que en las relaciones humanas, en la vida cotidiana y en la comunicación afectiva se encontrase menos placer y cada vez menos garantías. Una consecuencia de esta des-erotización de la vida cotidiana es la inversión de deseo en el trabajo, entendido como único lugar de confirmación narcisista para una individualidad habituada a concebir al otro según las reglas de la competencia, esto es, como un peligro, un empobrecimiento, una limitación más que como una experiencia placentera y enriquecedora.
Cuanto más tiempo dedicamos a la adquisición de medios para poder consumir, tanto menos nos queda para poder disfrutar del mundo disponible. Cuanto más invirtamos nuestras energías nerviosas en la adquisición de dinero, tanto menos podemos invertir en el goce. Es en relación a este problema, completamente ignorado por el discurso económico, que se juega la cuestión de la felicidad y de la infelicidad en la sociedad hiper-capitalista.
Para tener más poder económico (más dinero, más crédito) es necesario prestar cada vez más tiempo al trabajo socialmente homologado. Pero esto supone reducir el tiempo de goce, de experimentación, de vida.
La riqueza entendida como goce disminuye proporcionalmente al aumento de la riqueza como valor económico, por la simple razón de que el tiempo mental está destinado a acumular más que a gozar."
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