Para que revisemos sobre la inclusión y cómo la hemos vivido y buscamos construirla. Por Guillem Martínez.
En aquel país, el agua, al crear un remolino en el desagüe de la bañera, giraba al sentido inverso del que era habitual para mí. Se le llama efecto Coriolis, creo. El resultado eran minutos de fascinación, viendo en el desagüe algo que no parecía lo de siempre, si bien lo era. En todo caso, llevábamos semanas sin ver una bañera o un desagüe. Estábamos, en ese momento, en un poblado pequeño en el que, por fin, había ocurrido algo aún más difícil de ver que el efecto Coriolis, y que llevábamos días buscando. La revolución. La trajo un hombre de mediana edad. Explicó a todo el mundo que ya la habían hecho en los pueblos circundantes. Consistía en no reconocer al Gobierno –un objeto tan lejano como un desagüe, por otra parte–, y en repartirse la tierra y el ganado. Hicieron todo eso en una lengua angulosa e incompresible, como un vaso de barro antiguo. La traductora nos la iba interpretando literalmente, sin cambiar las imágenes y los giros. Era una lengua dura, directa, sin muchas fórmulas retóricas. Disponía, recuerdo, de una palabra para el ganado, y otra para el ganado ya sacrificado. El reparto, la revolución, fue rápida y sobria. No hubo excesiva euforia, ni banderas, ni himnos. Y, sin embargo, fue emocionante. Por la noche se comió y se cantó. Quizás un poco más que en otras noches. Y las parejas bromearon sobre sexo y se fueron, abrazadas y riendo, a sus casas, un poco antes de lo habitual. Nosotros nos quedamos hablando alrededor del fuego. Parecíamos más impresionados que ellos por lo que había pasado. Había pasado el reparto de la riqueza. Y les costaría, probablemente, la vida. Y, en el cielo, pasaban las estrellas de otro hemisferio, iguales pero completamente diferentes, como si giraran inversas en un desagüe cósmico.
Recuerdo aquella vivencia y descubro que fue el momento de mayor inclusión real que he visto en toda mi vida. De pronto, un grupo de personas cabían juntas en el mismo sitio. Si, he visto muchos más momentos parecidos. Pero todos transcurrían en el lenguaje, no en los hechos. El lenguaje fue, aquel día, un mero trámite. Lo es siempre. Es un tam-tam. Últimamente, no obstante, da para mucho. Es donde transcurre la política, los combates, la energía del mundo. Lo que habla de un mundo sin cambios, inhóspito, pues el lenguaje no es el mundo. Construir lenguajes inclusivos no tiene por qué significar, por todo ello, una realidad más inclusiva, en la que quepan más sujetos. Para ello, hay que ensanchar la realidad, no el lenguaje. No existe en todo el mundo, en fin, una lengua y un lenguaje inclusivos. Esa no es la función del lenguaje. El lenguaje excluye. Sirve para excluir. Para excluir el ganado vivo del muerto. O para excluir absolutamente, a través de las palabras mío, tuyo, suyo. No existe el lenguaje inclusivo, pero si la capacidad de decir cosas inclusivas, en cualquier lengua. Y hace años que no las escucho, en cualquier lengua. Mientras, miro el lenguaje como cae, como siempre, por el desagüe. Ves, fascinado, algo que no parece lo de siempre, si bien lo es.
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