LA PROVIDENCIA DE OTROS.
Pikine, julio de 2011
Los esqueletos tendidos de los neumáticos enseñan sus dientes renegridos de alambre. Son la señal de un combate desigual entre el Estado y las gentes del común, los arrejuntados, los minimizados, los hoy coléricos, el pueblo.
La vida para las gentes pequeñas se ha endurecido en los últimos tiempos. Todas las dificultades ligadas al esfuerzo continuo del vivir se han reducido a unas cuantas monedas. Y a pesar de que aquí, en Senegal, la vida es mucha y no puede reducirse a dinero, lo esencial del hombre se ha visto reducido a materia. El respeto del otro, el deseo de paz social, el afán de verdad, la solidaridad y la ayuda mutua, el gusto por la libertad de opinión y de conciencia, la dignidad. Nada de esto puede reducirse a metal. Y el pueblo lo sabe, a veces.
La vida se ha endurecido y de ello testifican la vuelta a la cocina de carbón o madera, la falta de trabajo y el deseo ávido de un salario, que destruye eficazmente todas las labores autónomas que hombres y mujeres realizan a diario sin que medie dinero alguno.
En los últimos tres meses cuatro hombres se han prendido fuego hasta reducir su vida a cenizas como signo extremo de su desesperación. Aún aquí, en este rincón occidental del África que es Dakar, lo humano se ve reducido progresivamente a un ser incapaz, deseoso de compra, reducido a falta de autonomía y valor. La tradición rural en ocasiones milenaria se ve reducida a nada. Los hombres y mujeres del campo que aún guardan un mínimo de autonomía son mirados con conmiseración por los otros. Solamente las personas de la miseria que coronan con sus sufrimientos la periferia de Dakar parecen conscientes de la pérdida. Escapando de una degradación y empobrecimiento del mundo rural vinieron a instalarse en este sueño disparatado de la ciudad. Anónimos y aislados viven una pobreza sin igual en esta ciudad agigantada. En el medio rural del que venían no faltaba la riqueza de identidad y de pertenencia, la libertad de acción y de pensamiento, la vida laboriosa y sacrificada pero común y poco ambiciosa de acumulación de bienes.
Pero al mundo moderno palabrero y generador de desigualdad e injusticia le parece lo contrario, y no se cansa de anunciar a los cuatro vientos la pobreza del medio rural, para mejor aniquilar aún lo que de esencial le queda a la tradición humana y esencial de la cultura popular. “El hombre es el remedio del hombre”, dice el proverbio wolof.
Frente al reflejo aún ardiente de los hombres quemados por la angustia podríamos preguntarnos cuales son las riquezas esenciales que guardar, que conservar, que regenerar. Si valores y realidades hoy intocables como trabajo asalariado, ciudad, escolaridad, estado, tecnología son, en sí mismos y en las consecuencias de su búsqueda, fuente de inhumanidad, de reducción del hombre a dependencia y materialidad placentera. ¿No tendríamos pues que adaptarlos, cuestionarlos, reducirlos, negarlos?
Frente al deseo incesante, durante generaciones, de los más pobres por integrar estos supuestos bienes colectivos; ¿quién soy yo para proponer aún una carga más importante de renuncia?
Los más pobres se queman, su angustia nos toca de lejos. Frente a su dolor de cada día, de negación y de ignorancia (la ignorancia de la sociedad que ignora todo de ellos), les ofrecemos el espejo de los valores que nosotros tenemos ya gozados. Objetivos del milenio, migajas sin libertad y sin la verdad experiencial de los miserables. Les curaremos sus heridas, les incluiremos en nuestras escuelas, les prometeremos nuestros trabajos, les cambiaremos sus covachas por nuestros apartamentos cementados, les prometeremos cachivaches, vehículos a motor y espectáculos, para que olviden la tradición sufriente y muy humana de la que vienen.
Los esqueletos tendidos de los neumáticos enseñan sus dientes renegridos de alambre. Recuerdan que el pueblo tiene conciencia de su dolor, y se resiste a entrar porque sí en las quimeras de otros. Y prende fuego y apedrea a un gigante cubierto de sueños, de envidia y de palabras huecas. El estado providencial en el que todo para todos se realizará sin esfuerzo, sin cansancio, sin alma y, sobre todo, sin los más pobres, sus valores y realidades.
Los esqueletos tendidos de los neumáticos enseñan sus dientes renegridos de alambre. Son la señal de un combate desigual entre el Estado y las gentes del común, los arrejuntados, los minimizados, los hoy coléricos, el pueblo.
La vida para las gentes pequeñas se ha endurecido en los últimos tiempos. Todas las dificultades ligadas al esfuerzo continuo del vivir se han reducido a unas cuantas monedas. Y a pesar de que aquí, en Senegal, la vida es mucha y no puede reducirse a dinero, lo esencial del hombre se ha visto reducido a materia. El respeto del otro, el deseo de paz social, el afán de verdad, la solidaridad y la ayuda mutua, el gusto por la libertad de opinión y de conciencia, la dignidad. Nada de esto puede reducirse a metal. Y el pueblo lo sabe, a veces.
La vida se ha endurecido y de ello testifican la vuelta a la cocina de carbón o madera, la falta de trabajo y el deseo ávido de un salario, que destruye eficazmente todas las labores autónomas que hombres y mujeres realizan a diario sin que medie dinero alguno.
En los últimos tres meses cuatro hombres se han prendido fuego hasta reducir su vida a cenizas como signo extremo de su desesperación. Aún aquí, en este rincón occidental del África que es Dakar, lo humano se ve reducido progresivamente a un ser incapaz, deseoso de compra, reducido a falta de autonomía y valor. La tradición rural en ocasiones milenaria se ve reducida a nada. Los hombres y mujeres del campo que aún guardan un mínimo de autonomía son mirados con conmiseración por los otros. Solamente las personas de la miseria que coronan con sus sufrimientos la periferia de Dakar parecen conscientes de la pérdida. Escapando de una degradación y empobrecimiento del mundo rural vinieron a instalarse en este sueño disparatado de la ciudad. Anónimos y aislados viven una pobreza sin igual en esta ciudad agigantada. En el medio rural del que venían no faltaba la riqueza de identidad y de pertenencia, la libertad de acción y de pensamiento, la vida laboriosa y sacrificada pero común y poco ambiciosa de acumulación de bienes.
Pero al mundo moderno palabrero y generador de desigualdad e injusticia le parece lo contrario, y no se cansa de anunciar a los cuatro vientos la pobreza del medio rural, para mejor aniquilar aún lo que de esencial le queda a la tradición humana y esencial de la cultura popular. “El hombre es el remedio del hombre”, dice el proverbio wolof.
Frente al reflejo aún ardiente de los hombres quemados por la angustia podríamos preguntarnos cuales son las riquezas esenciales que guardar, que conservar, que regenerar. Si valores y realidades hoy intocables como trabajo asalariado, ciudad, escolaridad, estado, tecnología son, en sí mismos y en las consecuencias de su búsqueda, fuente de inhumanidad, de reducción del hombre a dependencia y materialidad placentera. ¿No tendríamos pues que adaptarlos, cuestionarlos, reducirlos, negarlos?
Frente al deseo incesante, durante generaciones, de los más pobres por integrar estos supuestos bienes colectivos; ¿quién soy yo para proponer aún una carga más importante de renuncia?
Los más pobres se queman, su angustia nos toca de lejos. Frente a su dolor de cada día, de negación y de ignorancia (la ignorancia de la sociedad que ignora todo de ellos), les ofrecemos el espejo de los valores que nosotros tenemos ya gozados. Objetivos del milenio, migajas sin libertad y sin la verdad experiencial de los miserables. Les curaremos sus heridas, les incluiremos en nuestras escuelas, les prometeremos nuestros trabajos, les cambiaremos sus covachas por nuestros apartamentos cementados, les prometeremos cachivaches, vehículos a motor y espectáculos, para que olviden la tradición sufriente y muy humana de la que vienen.
Los esqueletos tendidos de los neumáticos enseñan sus dientes renegridos de alambre. Recuerdan que el pueblo tiene conciencia de su dolor, y se resiste a entrar porque sí en las quimeras de otros. Y prende fuego y apedrea a un gigante cubierto de sueños, de envidia y de palabras huecas. El estado providencial en el que todo para todos se realizará sin esfuerzo, sin cansancio, sin alma y, sobre todo, sin los más pobres, sus valores y realidades.
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