Nicole Thibon - Periodista
Diario Público 16 de julio 2011
Uno de los fenómenos más desconcertantes del siglo XXI es la persistencia del hambre en el mundo. Esta reflexión, que no es sino banal, se basa en datos que lejos están de serlo. Por ejemplo, el Gobierno estadounidense publicó en mayo un sorprendente mapa de “desiertos alimenticios” en Estados Unidos. De él se desprende que hay millones de ciudadanos de ese país sin acceso a una nutrición aceptable. Tienen a su alcance patatas chips, donuts, golosinas industriales, algunas conservas y bebidas azucaradas, todo distribuido en las estaciones de servicio y demás drugstores. En los restaurantes baratos o las cantinas escolares pululan los chips, las palomitas, los mars, las pizzas y los pollos fritos con patatas, acompañados con Coca-Cola y pagados mediante bonos de alimentación. El resultado visible son esos chicos obesos, a menudo diabéticos desde su más tierna infancia.
Para encontrar algún producto fresco en esos desiertos alimenticios, habría que desplazarse al menos unos dos kilómetros en automóvil. En contra de lo que suele creerse, sólo el 50% de las familias estadounidenses están motorizadas. Según el mencionado mapa, los desiertos alimenticios no están todos en aglomeraciones perdidas en las vastas planicies y montañas del país, sino en zonas a menudo superpobladas en el corazón de las ciudades, porque los gigantescos supermercados en donde es posible hallar frutas y verduras están alejados –se encuentran en las afueras de las ciudades– y los mercados abiertos o de calle que surten la mayor parte de las ciudades europeas son prácticamente inexistentes en Estados Unidos.
En el extremo opuesto de la cadena, los niños no son obesos sino que están mal nutridos, con piernecitas flacas y vientres abombados. El Informe de la Organización para la Alimentación de las Naciones Unidas (FAO) publicado el mes pasado es casi de tipo visual: según las nuevas estimaciones, 925 millones de personas seguirán pasando hambre crónica este año, lo cual es desastroso comparado con los 850 millones de 2002, ¡pero claramente mejor que los 1.023 millones de 2009! Congratulándose por este bajón del 9,6%, la FAO considera que “el número de subalimentados en el mundo sigue estando en un nivel inaceptable”.
El hecho de que el 98% de los subalimentados provengan de países en desarrollo no sorprende a nadie, pero lleva a una conclusión luminosa: ¡esta desigualdad se debe a un problema estructural! Lo habíamos adivinado, sobre todo sabiendo que cuatro multinacionales se reparten el 90% del comercio mundial de cereales.
También sabemos que el mapa de la subalimentación es casi exactamente un calco del de la escasez de agua potable, y que este grave déficit toca a más de mil millones de personas. A la espera de que la humanidad resuelva el difícil intríngulis de la repartición de los alimentos existentes, 24.000 personas se mueren de hambre cada día –es decir, un muerto cada cuatro segundos–. Y mientras tanto, nuestros científicos concentran gravemente su enjundia en el efecto de la mala alimentación de las madres en el cerebro de sus hijos recién nacidos.
Si en Estados Unidos sigue siendo un problema sin solución conseguir una alimentación sana en las proximidades de todo lugar habitado, parece también imposible enviar los vastos excedentes de cereales, productos lácteos o cárnicos a los sitios en que más falta hacen –a menudo dentro de un mismo país–.
Pero ¿no será económica la naturaleza del problema? Tal vez, si aceptamos que sea inevitable una inversión mundial de más de 3.000 millones de dólares anuales… ¡en armamentos! ¿O será más bien de naturaleza política? “Hay que quebrar el mito técnico del hambre y reconocer que este azote es, ante todo, el resultado de factores políticos”, dice en Le Nouvel Observateur Olivier de Schutter, redactor, por encargo de las Naciones Unidas, del informe sobre la alimentación mundial. Los alimentos no escasean en el plano global. Pero ¿por qué, tal como afirma De Schutter, “Mozambique importa el 60% del trigo consumido por su población, y Egipto el 50% de todas sus necesidades alimenticias”?
El problema es político, pero la dificultad parece ser la de enfocarlo democráticamente. Es decir, comenzar por la base. Las soluciones se conocen desde hace mucho tiempo: en lugar de volcar desde lo alto de la pirámide toneladas y toneladas de alimentos desperdiciados en el camino y que nunca son suficientes para las poblaciones en dificultades, habría que fomentar la producción local, construir las carreteras, vías de ferrocarriles y vías marítimas necesarias para transportar los alimentos y almacenarlos. Técnicamente, casi todo ha sido ya inventado: se sabe cómo producir un arroz de crecimiento rápido, cereales vitaminizados, plátanos más resistentes y maíz capaz de sobrevivir a la sequía, y los progresos son constantes. Sin embargo, las primeras víctimas del hambre son los campesinos, cuando una ayuda relativamente modesta a los productores locales podría crear una producción estable, dirigida hacia el consumo local. Se trataría también de ayudarles a defenderse. Para De Schutter, “tienen un poder de negociación demasiado restringido con respecto a los intermediarios… Se trata de factores políticos que reclaman soluciones políticas”.
Encolerizado, Jacques Diouf, director de la FAO, anuncia que en octubre propondrá “una petición mundial a los poderosos de la Tierra para decirles que estamos hartos de vivir en un mundo hambriento. Para llamarles la atención me haría falta un millón de firmas… Quiero ver vuestro nombre al pie de la petición 1billionhungry”.
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