¿Fue
Alfredo de Vigny quien dijo de los políticos que no merecían, por el
hecho de gobernar bien o mal, mayor loa o censura que los cocheros por
conducir hábil o zurdamente sus carruajes? Tal vez fue Vigny, aunque no
lo recuerdo bien. Descartemos cuanto haya en estas palabras de excesivo
menosprecio para los políticos, o para los cocheros, según casos y
pueblos. Reconozcamos una parte de razón en la boutade del poeta,
y olvidemos cuanto ella supone de incomprensión de la vida política.
Basta de elogios descomedidos y de censuras melancólicas para gente tan
de escaleras abajo, en el orden espiritual, como políticos y cocheros.
Si el auriga sabe su oficio, sigamos con él y paguémosle puntualmente su
salario. Si guía mal, habrá que despedirlo. Porque dentro de su coche
vamos todos. Mas ¿qué haremos con un cochero loco o borracho que nos
lleva a galope y alegremente al precipicio? Habrá que arrojarlo a la
cuneta del camino, después de arrancarle por la fuerza las riendas de la
mano. Revolución se llama a esta fulminante jubilación de cocheros
borrachos. Palabra demasiado fuerte. No tan fuerte, sin embargo, como
romperse el bautismo.
Madrid, 1 enero, 1915
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