Ilustraciones para escapar de la realidad
Rafael Baladés / Sergio Gay
Lo han dicho en las noticias.
Hay que abandonar el planeta. La crisis lo ha arruinado todo. La gente
se agarraba a lo que fuera para escapar. Los satélites lanzaban cables a
sus familias y amigos para que pudieran subir. Elqueama se sentó en una
esquina de Malasia y empezó a meditar. Al cabo de tres días, tres
mirlos amarillos se posaron en su cabeza. Uno traía una ramita de olivo,
otro un billetito de mil pesetas (?) y el tercero una lombriz blanca.
La lombriz dijo: en cuanto se hayan ido todos, empezamos de nuevo. Sí
dijo Elqueama.
Mariano no le tenía miedo a la tormenta
pero aquel rayo le asustó. Fue cegador y vino acompañado de un
chasquido como si se hubiera roto el cielo. Luego sonó un trueno gigante
y empezaron a caer chuzos de punta. No. Eran hombres. Personas como tú y
como yo. Caían como muñecos. Mariano se refugió en el porche de su
palacio para que no le cayera ninguno encima. Pero el charco de gente
empezó a subir y tuvo que gatear por la glicinia para no ser engullido.
Mariano no sabía qué hacer, allí subido. ¿Qué se puede hacer cuando
llueve de esa manera? No se oía ni un ruido. Tampoco se oían voces.
Nadie gritaba. Sólo llovía y llovía gente, sobre un silencio espeso,
nacido del rayo y el trueno. (¿Dónde está Elqueama?)
Hoy venían los del banco a
desahuciar a los del tercero. Los del quinto estaban en la terraza
esperándolos. Ahí están. Entran en el portal, pulsan el botón 3A y, sin
que nadie sepa por qué, estalla una sirena muy fuerte, como de bombardeo
de guerra, y los edificios empezaron a vomitar gente por todos sus
huecos, ventanas y balcones. El cielo se llenó de un nuevo tipo de aves.
Los del quinto pensaron que debían incorporarse a la fiesta. Y
saltaron. ¡Sííííí! ¡Qué gusto estar en las nubes y encontrarse con los
vecinos y no tener que pagar la hipoteca ni la luz ni el gas ni el
transporte público! Ni siquiera necesitábamos comer. Éramos como
ángeles. No había crisis. Ni bancos. Todo era amor y risas. Sólo algunos
se quejaban. Es que no hay fútbol. (¿Dónde está Elqueama?)
Hoy Julieta ha venido del colegio
diciendo que había visto gente hundiéndose en las calles. Todos nos
hemos reído. Estábamos cenando. La verdad es que hundir nos estamos
hundiendo todos, pero... Pero ella ha seguido. Otros salían del suelo,
amontonados, pisándose, haciendo equilibrio. Esto no es sostenible, esto
no es sostenible, decían. Esta vez no nos hemos reído. Nos quedamos con
la mirada fija en la sopa. Julieta no puede haber visto eso. Y tampoco
puede inventarse algo así. ¿Es que no vemos lo que pasa? ¿O el que no
ama no ve? Julieta dio un grito y se tiró de la silla y salió corriendo y
llorando. Pero nadie se movió. Seguimos con la mirada en la sopa. ¿es
que nos estamos hundiendo y por eso llora Julieta? (¿Dónde está
Elqueama?)
Yo estaba en Berlín cuando
el euro se derrumbó. Los alemanes caminaban como sonámbulos por las
calles heladas. Otra vez el mundo nos derrota. El mundo no nos quiere.
Yo pensé en lo mío. Y lo dije. Nada sale bien sin amor. Sin amor estamos
perdidos. Uno me miró con furia. No entiendo español, dijo. Y siguió su
camino, con la cabeza en los pies. (¿Dónde está Elqueama?)
Cuando Arantxa salió de la oficina
la calle estaba llena de gente. Todas las calles estaban abarrotadas.
No se podía andar. Y todo el mundo pedía perdón. Perdón, perdón, perdón.
Perdón por lo que yo haya podido hacer para que ETA mate. Y también los
de ETA pedían perdón. En voz baja, como si rezaran. Perdón, perdón,
perdón. Cuando Arantxa consiguió llegar a su casa, oyó en la tele que
una ola de perdón había inundado el mundo. ¿Cómo puede ser eso? El mundo
está loco. Se tiró en el sofá. Cerró los ojos. Estaba agotada. Y en ese
mismo momento empezó a sentir un fuego, una llama de amor que brotaba
de su pecho hacia los cojines del sofá, hacia la luz de la lámpara,
hacia los que hablaban en la tele, hacia los políticos corruptos, hacia
los niños que mueren en las guerras... Definitivamente, el mundo está
loco. (¿Dónde está Elqueama?)
Esta mañana en el metro se nos apareció la prima de riesgo.
Y pudimos ver su verdadero rostro. Frívolo, cruel, avaricioso, feo.
Inmediatamente sentimos que había que acabar con ella, que no tenía
función ninguna en nuestro mundo, y nos lanzamos a darle patadas y
puñetazos y le mordíamos los tobillos y le tirábamos a la cara los
móviles y las tarteras y los zapatos de tacón, hasta que la judía
veneciana se cabreó y empezó a darnos palazos con su herramienta de
amontonar dinero y, bueno, os parecerá un poco cómico, pero acabamos
llorando sobre la vía, y ¡venía en metro! (¿Dónde está Elqueama?)
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