Repensando la acción y los movimientos sociales junto a Monserrat Galcerán en Deseo (y) libertad
Tenemos que pensar el «campo social» como un espacio único y reticular, si bien el que sea único no significa que sea homogéneo; se dan en él distintas texturas, distintos movimientos de condensación de prácticas materiales y discursivas, formas diversas de «habitar» el campo que permiten respuestas distintas. Apurando la imagen podríamos decir que los movimientos alternativos presentan formas diversas a las habituales de habitar ese campo, introduciendo prácticas disruptivas, permitiendo articulaciones inéditas, nucleando posiciones anteriormente distantes, desplazando las fronteras, bloqueando dispositivos, etc.
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La intervención social y política alternativa, tras Foucault y Deleuze, no puede seguir pensándose como una acción que surge de un lugar externo al sistema social y que se enfrenta frontalmente a él, sino como la construcción de dispositivos que se encadenan entre sí tejiendo una red más o menos consistente, red que en algunos puntos puede colisionar o engancharse a las redes del poder sistémico y que en otros se potenciará enroscándose sobre sí misma, ofreciendo fuertes resistencias. Esa forma de entender la acción social nos permite salir de la aporía entre aquéllos que la ven como algo funcional al sistema —pues de no ser así sería adecuadamente represaliada — y aquéllos que, por el contrario, la consideran como un tipo de acción incontaminada, que nada tiene que ver con éste, pues de ser así perdería toda eficacia alternativa. Frente a ese dilema, Foucault y Deleuze nos enseñan a pensar en prácticas situadas en entornos con los que interactúan —son pues prácticas internas a un contexto de dominación— pero en los que cortocircuitan las prácticas de reproducción ordinarias, las boicotean, sustituyéndolas en parte, construyendo un tejido social alternativo, generando un espacio en el que pueden ocurrir otras cosas. Éstas, podríamos decir, son las condiciones mínimas para los movimientos sociales.
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La acción colectiva en los movimientos sociales no responde así a un modelo de «universalidad», sino que se presenta como un conjunto de prácticas de intervención que, en determinadas situaciones, intenta —y en ocasiones lo logra— obtener mayores oportunidades o mejorar las condiciones de los agentes. Un tipo especial de esos movimientos son los que podemos denominar de «acción colectiva contenciosa», es decir aquélla «que es llevada a cabo por gente que carece de acceso regular a las instituciones, que actúa en nombre de reivindicaciones nuevas o no aceptadas y que se conduce de un modo que constituye una amenaza fundamental para otros. Da lugar a movimientos sociales cuando los actores sociales conciertan sus acciones en torno a aspiraciones comunes, en secuencias mantenidas de interacción con sus oponentes o con las autoridades». Por lo general estos movimientos son colectivos pero parciales, en el sentido de que no se extienden al conjunto de la sociedad, aunque tiendan a expandir sus exigencias y a hacerlas compartibles por otros agentes sociales, lo que refuerza la acción, la amplía, la dota de solidaridad y aumenta la cohesión del colectivo y la fuerza de su interacción.
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Su acción y su eficacia nos anima a pensar la intervención social y política no sólo como el mantenimiento y la legitimación de un orden, sino antes bien como la constitución del mismo, en un proceso complejo de interacción en el que diferentes agentes —entendiendo por tales no sólo los agentes cualificados, o sea el Estado, sino todos los que intervienen, cuyos intereses, formas de acción y posiciones serán en parte opuestas y en parte coincidentes— hacen visibles sus posiciones por su capacidad de movilización, en la que incide tanto su organización como la formulación de un universo simbólico y de un discurso compartido.
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