Tras hacer cuentas para cerrar mis presupuestos domésticos, he
decidido dar un recorte serio a la partida que venía dedicando a la
educación de mis hijos. Que sean autodidactas, como yo. Voy a dedicar
menos dinero también a la alimentación familiar. Que se coman un bocata
de chóped a mediodía y luego, en casa, unas acelgas rehogadas. Lo de ir
al médico cada dos por tres se ha acabado. Si salen con los dientes
torcidos, que aprendan a masticar en diagonal. Y si tienen dioptrías,
que guiñen los ojos.
El dinero que ahorre recortando estas partidas se lo regalaré, a
través del Ministerio de Hacienda, al mismo banco que estuvo a punto de
arruinarme vendiéndome productos basura, tipo acciones preferentes, o
cobrándome comisiones abusivas, y que luego se arruinó a sí mismo al
dejar que sus directivos metieran la mano en la caja alegremente y se
largaran con indemnizaciones de cientos de millones de euros, que no sé
traducir en pesetas porque ya he dicho que soy autodidacta. Después
acudiré al mismo banco al que le he regalado el dinero de la educación
de mis hijos y de su alimentación y de su salud, para pedirle un
préstamo a alto interés con el que me compraré una bicicleta estática y
un iPhone 5 que no necesito. Lo hago por solidaridad, para que fluya el
crédito, como el que chupa del tubito colocado en el bidón para que
empiece a salir la gasolina.
Ya sé que regalarle dinero al banco para que el banco me lo preste no
tiene sentido, pero si logro convencerme de que es lo sensato dejaré de
acudir a las manifestaciones del 25-S, donde de repente una mano tonta
te saca del grupo, te lleva ante el juez y te caen cuatro años por
sedición. Y encima condecoran a la mano tonta. Por los presupuestos
locos no se apuren, ya los he firmado, pero el Gobierno debería echarme
una mano lista para que me parezcan cuerdos.
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