Siguiendo con los retos del mundo del derecho, acá va un fragmento de un interesante texto de José Luis Segovia, uno de esos "sabios" en la articulación de vida, compromiso y fratenidad:
De modo mayoritario en el imaginario
colectivo, la idea de justicia penal aparece vinculada inexorablemente
a la noción de castigo. Tanto que el término "penal" y su
derivado "penitenciario" ha acabado pasando del ámbito de cierta
teología sacramental al del derecho, en una traducción secularizada
de la idea del Dios justiciero que "premia a los buenos y castiga a los
malos".
El castigo del culpable se tornaba,
de este modo, en una auténtica obsesión social que cumplía
una serie de funciones simbólicas más que propiamente reales.
Por una parte, reconciliaba a la colectividad con la idea de justicia,
de otra, pretendía servir de intimidación al culpable y al
resto de los potenciales candidatos, finalmente aspiraba a saciar la sed
de venganza de la comunidad. Lamentablemente ninguna de estas funciones
ha sido efectivamente por el sistema penal.
Como dice M. Foucault, primero se
castigaron los cuerpos (tormentos, flagelos, galeras, trabajos forzados),
después, en un alarde de civilización, se empezó a
castigar el alma: surgió la cárcel como respuesta y la privación
de libertad como reina de las penas. Sin embargo, castigado cuerpo o alma
del culpable, en todo caso se dejaba sin respuesta a quien quedaba en situación
de mayor vulnerabilidad: la víctima. Ésta es una mera herramienta
–una útil, en cuanto tal, prueba de cargo- al servicio de un proceso
ciego las más de las veces. En efecto, por más que se idealice
la noción de justicia penal, vinculada al castigo como único
fin, acaba ahondando en la condición de víctima tanto de
quien ha sufrido el delito como de quien lo cometió, profundizando
y cronificando los factores de victimización del uno y del otro.
La exclusión social está en la base de no pocos infractores:
fundamentalmente jóvenes drogodependientes de la periferia y extranjeros
en busca de supervivencia, sin olvidar las minorías étnicas
y una no casual sobre-representación de la mujer en la estadística
penitenciaria. Las víctimas de los delitos,
según reflejan las encuestas de victimización, contrariamente
a lo que se cree, se corresponden mayoritariamente a los mismos perfiles.
A todo ello se puede unir determinadas
condiciones de cumplimiento de las penas absurdamente inhumanas y desconocidas
incluso por muchos operadores jurídicos. Por ejemplo, las que padecen
las personas presas clasificadas en el llamado primer grado penitenciario
con, en determinados casos, diez y más años de régimen
estricto de aislamiento, sin posibilidad de contemplar el cielo sino es
a través de una parrilla metálica, en situación de
permanente enjaulamiento. O los condenados a cadena perpetua, con condenas
efectivas de 40 y 50 años de cárcel (no necesariamente, sino
todo lo contrario, asociados a delitos contra la vida o terrorismo),
por más que la Constitución diga otra cosa.
El aumento sostenido de población
reclusa, la represión intensificada de la delincuencia, el hostigamiento
de los sin techo el salario precario y los recortes
de protección social, van de la mano de lo que LoÏc Wacquant
llama «el sentido común penal», Wilson la teoría
de la «ventana rota» o el alcalde de Nueva York el "principio
tolerancia cero". Todo ello, naturalmente, inventado en los EEUU y exportado
a la misma velocidad que el neoliberalismo y el american way of life. Todos
ellos suponen carta blanca para perseguir pequeña delincuencia,
mendigos, yonquis y personas sin hogar. Es la forma de calmar a las clases
medias y altas –las que votan- mediante el hostigamiento permanente a los
pobres en los lugares públicos donde cuanto menos rompen la estética.
A estos datos empíricos, plenamente
vigentes en nuestro entorno –y cada vez más- debe unirse, de cara
a cuestionar la legitimidad y la "justicia" del sistema, otro dato básico
que explica bastante: la existencia de unos filtros sociales selectivos,
que correlacionan nítidamente con la estratificación social.
Así, cuando se habla de delincuente, se suele entender casi en un
sentido ontológico, como si "ser" delincuente fuera una cualidad
de determinados sujetos y no un atributo predicable de todos, aunque repartido
de modo desigual, esto es injustamente, en función de la posición
social.
Lo vamos a entender con mucha facilidad. ¿quién tiene en
las tripas de su ordenador todos los programas origínales? ¿Quién
no ha fotocopiado un libro, o pirateado una cinta de vídeo, una
cassette o un CD? Y no será porque al comienzo de cualquier película
de vídeo se nos dan pelos y señales de los artículos
del Código Penal que vulneramos... Pues bien, a pesar de que alguien
pueda tener en las tripas del ordenador cientos de miles de pesetas en
programas no originales, seguro que no se le ha pasado por la cabeza que
"es" un delincuente y, con más certeza todavía, puede estar
bien seguro de que la policía no lo va a investigar, ni el juez
interrogar, ni mucho menos, acabará en prisión. Tengo muy
serias dudas de que este mismo proceso no se desencadene con toda voracidad
si pensamos, por ejemplo, en un joven magrebí que "manga" unos bollos
en una gran superficie.
Es la propia estructura social, desigual,
la que favorece la aparición de filtros selectivos a través
de los cuales opera la justicia y el derecho. Pero a similares conclusiones
sobre el sin sentido –y la injusticia que supone- del sistema penal podemos
llegar por otra vía más original y menos ideológica.
Acudiremos a la vida cotidiana y a la común experiencia de la mayor
parte de los mortales. Todos sabemos que cuando un cachorro empieza a vivir
en un piso tiene la natural propensión a orinarse en el lugar más
visible de la alfombra del salón con la consiguiente alarma en sus
propietarios. Pues bien, veamos cuál sería la reacción
del dueño razonable de un chucho. En primer lugar, acudirá
presto a evitar que el rodete de la alfombra acabe deteriorando la misma
de forma irreversible. Una vez echado agua, o utilizado el producto conveniente
a fin de evitar males mayores, localizará al perro para inmediatamente,
en el espacio y el tiempo, llevarle por la fuerza al lugar del "incidente"
a que compruebe sus consecuencias y asocie el mal causado con su comportamiento.
Dependiendo de la pedagogía canina aprendida por el propietario
del chucho, procederá a dar varios golpes de periódico al
lado del perro junto a la mancha reciente del orín (escuela moderna)
o a restregarle el hociquillo un par de veces con los restos de la tragedia
(escuela clásica). Finalmente, cogerá al animal le abrirá
la puerta de la calle y le mostrará la forma alternativa de comportamiento.
¿Qué pensaríamos del comportamiento de un dueño
de perro que hiciese lo que sigue: olvidado por completo del rodete que
se ha formado en la alfombra y del agujero ostentosos producido, al cabo
de meses, o tal vez años, coge violentamente al animal y lo sube
a la última planta del edificio y discute con el resto de la familia
si le zarandea en el vacío durante un tiempo x o un tiempo
z?
Pues algo similar, que no nos atreveríamos a plantear con un perro,
lo hacemos con las personas.
Veámoslo con cierto detenimiento.
En efecto, después de dejar desatendida a la víctima –porque
no es objeto preferente del proceso penal-, no hay ningún momento
de inmediación con la víctima, ni mucho menos ninguna posibilidad
de diálogo y encuentro entre infractor y víctima. Normalmente
varios años después –distanciados en el espacio y en el tiempo
con respecto a los hechos- un tribunal se dedicará a elucidar si
se impone al infractor más o menos tiempo de esa respuesta estándar
y poco creativa que es la prisión. Nadie se preocupará de
mostrar cuál es el comportamiento alternativo, la forma constructiva
e incruenta de solucionar el conflicto, cuidando de reparar a la víctima
y de responsabilizar y facilitar la plena integración social del
infractor. En definitiva, la pedagogía perruna se muestra más
creativa y razonable que la humana. Sabe distinguir entre satisfacer el
interés de la víctima y su anhelo de justicia y el mero castigo
al culpable, cuestiones que el derecho penal interrelaciona confundiéndolas
lamentablemente.
El derecho penal ha evolucionado
y perfeccionando la técnica jurídica, ha depurado la construcción
dogmática del delito. También ha habido una diversidad de
perspectivas a la hora de acercarse al infractor: desde enfoques meramente
biologicistas (Lombroso o los contemporáneos genetistas), pasando
por los psicologicistas o los que lo correlacionan con el entorno social
o los filtros selectivos del sistema penal. Sin embargo, sólo desde
hace nada se ha empezado a preocupar por la víctima. Algunas veces,
la natural preocupación por esta parte olvidada del proceso, se
hace de un modo incorrecto, a costa de recortar las garantías o
incrementar la penalidad al infractor, obviando que el único momento
en que los intereses de infractor y de víctima están contrapuestos
es el momento del delito. Efectivamente, cuando uno pugna por defender
la cartera y el otro por arrebatarla es claro que las posiciones son momentáneamente
irreconciliables. Sin embargo, pasado ese momento, el proceso penal debe
velar por restablecer el diálogo social roto por el delito, intentando
proteger a la víctimar y al tiempo procurando que el infractor asuma
los hechos y se nivele la situación de asimetría en que presumiblemente
se encontraban ambos.
Un paso en la dirección de
una justicia menos obsesionada por el castigo, que renuncie al mismo como
un absoluto y qué descubra su utilidad (y, por tanto, se abstenga
de aplicarlo cuando fuere inútil o contraproducente para las partes
en conflicto o para la sociedad) es el Derecho de Alternativas. Se basa
en una concepción de la justicia, bien distinta de la Justicia-Castigo:
es la Justicia Restaurativa (también llamada reparadora). Su fin
no es el de fíat iustitiam et pereat mundum. Su objetivo
es más modesto y secular: restituir a la víctima, devolver
al infractor al lugar de oportunidades simétrico y alcanzar la convivencia
y la paz social. Es dialógica y no dialéctica. En esta dirección
hay que situar iniciativas como las de mediación penal comunitaria,
alternativas responsabilizadoras a la prisión y una serie de propuestas
que no es este el lugar para desarrollar. Tienen en común la idea
de devolver protagonismo a la comunidad (que ha delegado, quizá
en exceso, la resolución de conflictos a los tribunales) y comprometer
a la ciudadanía en la participación de ese ideal de construir
una sociedad más justa que desde luego no se puede delegar en los
jueces. Si además de ser más justo, más participativo,
eficaz y eficiente, resulta ser más barato, no acabamos de entender
las resistencias que siguen impidiendo un sosegado debate sobre el modelo
de justicia penal y las funciones que reclamamos a la pena, pues, como
dice L. Ferrajoli, "el derecho penal, aún rodeado de límites
y garantías, conserva siempre una intrínseca brutalidad que
hace problemática e incierta su legitimidad moral y política"
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