Contraincendioonline.com,
página argentina para uso de bomberos y rescatistas, podría ser una
página literaria o política pues tiene versos involuntarios: “La puerta
cerrada de un cuarto, nuestro último escudo” o “Incendio estructural:
combate en compartimentos interiores”, y tiene un curso de incendios
estructurales como los de este tiempo.
Llegué a ella buscando información sobre fuegos subterráneos, sobre la acción de arder sin llama. Porque a veces parece que los procesos sólo existen cuando despiertan o cuando se reparten por el terreno con sus resplandores y su libre combustión. Y a veces hay preguntas que traen angustia, desánimo o reproche cuando dicen: ¿de aquellas llamas, qué se hizo? ¿dónde están los resplandores?
Hay tres etapas progresivas en la combustión de un incendio: incipiente o inicial, de combustión libre y de arder sin llama. Hoy, junto a llamaradas que seguirán vivas –escraches con botes de luciérnagas que se convierten en pegatinas de luz, marchas, acciones, huelgas–, ha empezado la etapa, quizá ni siquiera buscada, de arder sin llama y si nos preguntáis en dónde estamos, deberemos decir: sucede. Cuando las llamas dejan de existir en mayor o menor medida dependiendo de la hermeticidad del recinto, “todo el ambiente tiene la suficiente presión como para dejar escapar esa presión por las pequeñas aberturas que queden”. ¿Acaso no sentís cómo escapa la presión, acaso no la veis?
El fuego seguirá en estado latente y aumentará la temperatura por arriba del punto de ignición. Quienes miren desde lejos pensarán que no ocurre casi nada, que todo está más o menos controlado, que el aguante es elástico, y la ventaja de la clase dominante, demasiado grande para que pueda acortarse en meses, ni siquiera en años. Si miran desde lejos. Pero si bajan al terreno, si lo pisan, notarán cómo quema.
Todo incendio estructural genera una descarga disruptiva o escalada cataclísmica del fuego a los distintos materiales combustibles. Hace ya mucho que Rilke escribiera: “Querían florecer y florecer es ser bellos; pero nosotros queremos madurar, y madurar significa ser oscuros, y esforzarse”. Hace menos tiempo, en Panfleto para seguir viviendo, Fernando Díaz decía: “Oxidarse violentamente es arder”. Tal vez la mayoría de nosotros y de nosotras prefiriéramos madurar y no oxidarnos violentamente, pero a veces no basta con preferir no hacerlo.
Llegué a ella buscando información sobre fuegos subterráneos, sobre la acción de arder sin llama. Porque a veces parece que los procesos sólo existen cuando despiertan o cuando se reparten por el terreno con sus resplandores y su libre combustión. Y a veces hay preguntas que traen angustia, desánimo o reproche cuando dicen: ¿de aquellas llamas, qué se hizo? ¿dónde están los resplandores?
Hay tres etapas progresivas en la combustión de un incendio: incipiente o inicial, de combustión libre y de arder sin llama. Hoy, junto a llamaradas que seguirán vivas –escraches con botes de luciérnagas que se convierten en pegatinas de luz, marchas, acciones, huelgas–, ha empezado la etapa, quizá ni siquiera buscada, de arder sin llama y si nos preguntáis en dónde estamos, deberemos decir: sucede. Cuando las llamas dejan de existir en mayor o menor medida dependiendo de la hermeticidad del recinto, “todo el ambiente tiene la suficiente presión como para dejar escapar esa presión por las pequeñas aberturas que queden”. ¿Acaso no sentís cómo escapa la presión, acaso no la veis?
El fuego seguirá en estado latente y aumentará la temperatura por arriba del punto de ignición. Quienes miren desde lejos pensarán que no ocurre casi nada, que todo está más o menos controlado, que el aguante es elástico, y la ventaja de la clase dominante, demasiado grande para que pueda acortarse en meses, ni siquiera en años. Si miran desde lejos. Pero si bajan al terreno, si lo pisan, notarán cómo quema.
Todo incendio estructural genera una descarga disruptiva o escalada cataclísmica del fuego a los distintos materiales combustibles. Hace ya mucho que Rilke escribiera: “Querían florecer y florecer es ser bellos; pero nosotros queremos madurar, y madurar significa ser oscuros, y esforzarse”. Hace menos tiempo, en Panfleto para seguir viviendo, Fernando Díaz decía: “Oxidarse violentamente es arder”. Tal vez la mayoría de nosotros y de nosotras prefiriéramos madurar y no oxidarnos violentamente, pero a veces no basta con preferir no hacerlo.
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