lunes, 8 de agosto de 2016

De la precariedad al vibrar en común

Tercer asalto al libro de Amaia Pérez Orozco, Subversión feminista de la economía

"Precariedad en la vida es la inseguridad en el acceso sostenido a los recursos que desesitamos para vivir vidas significativas. (...) La exclusión va más allá: es el paso de la inseguridad en el acceso a recursos a la falta de acceso. Entre la precariedad y la exclusión no hay un corte abrupto. Vivir instaladxs en la precariedad significa, precisamente, que se carece de red colectiva fiable. Cuando la tela de araña que conforma la economía de retales que nos sostiene se agujerea por cualquier imprevisto o imponderable, no hay red debajo. El riesgo de vivir y de cuidar la vida está privatizado. Por eso decimos que la precariedad se institucionaliza como falta de derechos, entendidos como los mecanismos que colectivizan la labor de hacer la vida posible y cierta. Puede tratarse de derechos en el sentido clásico (los reconocidos por el Estado del bienestar) o de derechos en tanto responsabilidad común autogestionada en línea con el reclamo: «Cuando la vida se precariza, los derechos no se mendigan, se inventan».

(...)

Ya antes de 2007, denunciábamos la crisis multidimensional y decíamos que no
era un pequeño problema pasajero que atañía a la juventud y pasaba con los
años, ni un problema individual de quienes no eran sufi cientemente meritorios,
sino un elemento consustancial al proceso de desarrollo y a la cada vez mayor
tensión capital-vida. Pero la respuesta política al estallido fi nanciero sitúa el
problema a otra escala.


Primero, la vida de la mayoría se está precarizando: las situaciones de incertidumbre se generalizan, se atacan las más variadas dimensiones vitales (el
acceso a la educación, a la vivienda, a la alimentación, a la libre decisión sobre
la reproducción, etc.) y las formas de precariedad se agravan. Se vive al día y
la planifi cación a medio o largo plazo se hace imposible. En segundo lugar, se
acorta el trecho entre precariedad y exclusión y cada vez más gente pasa a vivir
al límite, a no disponer de los medios precisos para la vida. Finalmente, los
mecanismos de inclusión/exclusión funcionan cada vez menos como una puerta única que demarca una frontera nítida que se abre o se cierra y cada vez más
como un complejo sistema de compuertas que te deja parcialmente fuera y parcialmente dentro, aparecen caminos bifurcados en los que no se sabe cuál de los siguientes pasos puede llevar al abismo.


(...)

Esta crisis amenaza con arrastrarnos a una lógica del «sálvese quien pueda». Es
urgente dar nombre a la desazón compartida sin negar su desigual virulencia,
sin quedarnos atascadxs en visiones simplistas del estilo «somos el 99 %», «los
de abajo contra los de arriba» o «y las mujeres, peor». El confl icto capital-vida,
lejos de ser una tensión teórica o abstracta, se encarna en la cotidianeidad, pro-
voca ese malestar común difuso en el que se expresa la afectación colectiva por
un sistema en crisis. En esta Cosa escandalosa no se trata tanto de que las vidas
de muchxs estén al servicio de las de unos pocos, sino de que las vidas de todas,
todos, todes están jerarquizadas y posicionadas en situaciones de enfrentamiento mutuo. Es un sistema donde nociones perversas e individualizadas de vivir bien son alcanzables en distintos grados solo a costa de distintos niveles de vivir mal (o directamente de no-vivir). Lo común es el punto de partida: el ataque a la vida en su sentido holístico e integral es un problema que nos afecta colectivamente. Pero no podemos darlo por cierto, no es evidente en sí mismo, hay que construirlo atreviéndonos a cuestionar los privilegios relativos que distintos sujetos conseguimos en este sistema. Este posicionamiento diferencial lo vemos de manera muy explícita con el proceso de precarización de la vida y de hipersegmentación social. El conflicto capital-vida va más allá de la propiedad privada de los medios de producción o del recorte de los servicios públicos. Atraviesa nuestras propias concepciones de la vida vivible. Frente a la acelerada, generalizada y desigual degradación de las condiciones vitales, o transformamos nuestra noción de bien-estar o experimentaremos situaciones de tremenda frustración. Si seguimos equiparando bienestar y consumo y aspirando así a un posicionamiento favorecido en esta estructura socioeconómica en forma de iceberg, pensada por y para el BBVAh, naturalizaremos las desigualdades y asumiremos que distintos sujetos nos mere cemos distintas vidas, precarizando las aspiraciones de la mayoría. Si seguimos considerando la vida como un camino que transitamos sujetos autosufi cientes, legitimaremos un discurso meritocrático según el cual quienes no alcancemos a estar dentro será porque no nos hemos esforzado lo sufi ciente. O, en todo caso, por la injusta apropiación de lo que nos corresponde por aquellos sujetos que deberían estar fuera (migrantes que nos roban el trabajo, mujeres que ocupan los puestos en los que deberían estar sus maridos, etc.): la culpa de la persona o la culpa del grupo que ha de ser expulsado. Caeremos en la lectura de la precariedad y de la exclusión como procesos merecidos (por no haber sabido situarse bien en un contexto de igualdad de oportunidades), individuales (debido a elecciones y condicionantes propios) o irremediables (un castigo por algún supuesto pecado cometido o una cruz que nos toca soportar por nacer en el sitio equivocado).


Ante este panorama, Silvia L. Gil afirma que el reto es «escuchar y potenciar lo
que hay en cada vida atomizada que consigue hacer resonar y vibrar lo común»."

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