Hoy, en medio de la calle, asistimos a un espectáculo íntimo e increíble entre tres personas sordas que se comunicaban a través del lenguaje de signos, pero con la peculiaridad de que, al ser también ciegos, eso les obligaba a leer el movimiento de las manos de cada uno apoyando su mano sobre la del compañero.
Y así, entre los tres, organizaron una maravillosa danza de dedos y palmas que generaban risas entre ellos y respuestas rápidas que buscaban enseguida una mano que pudiera recibirlas en su seno.
Los tres juntos, tocándose, hablándose, comunicando con pasión y energía, celebrando sus ganas de encontrarse, en medio de la ausencia de luz y sonido que les rodea.
Durante varios minutos nos quedamos absortos ante este pequeño y gran milagro, para ellos cotidiano. La fuerza de esta imagen nos atrapó.
Así, al menos, cuando volvamos a esta ciudad de tantos ruidos ensordecedores donde es tan difícil encontrar el tiempo y la disposición para escuchar y mirar al otro a los ojos, podremos abrazarnos a la memoria de esta prueba de que, en medio del silencio y de la oscuridad, merece la pena lanzarse a la búsqueda de una mano que nos reciba.
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