jueves, 11 de julio de 2013

Empleo, cuidados, trabajo... mejor no confundir términos (y II)

... Y acá va la segunda aportación, que continúa en cierta manera la de ayer. Esta vez, de Amaia Orozco:


A mi juicio, para hacernos fuertes necesitamos aceptar el reto lanzado por Sira del Río de no poner en el centro del debate político la relación salarial, sino la vida –humana y no humana– y sus condiciones de sostenibilidad. Hasta que no creamos seriamente que nuestras vidas no dependen de cómo les vaya a las empresas, sino que su existencia depende de que ‘nosotrxs’ vivamos, seguiremos a “los pies de los caballos”. Poner la vida en el centro tiene, al menos, estas implicaciones:
1. El nexo entre bien-estar y salario no es inevitable ni directo. Su historicidad debe permitirnos imaginar otras formas de entender la vida –qué es riqueza– y de organizarla –cómo gestionar los trabajos–. No es inevitable sino peculiar de una cierta manera de gestionar los recursos –sometidos a la lógica del beneficio– y de comprender la vida –vivir bien es consumir–. No es directo porque la vida humana de lo que depende al final es de los cuidados, entendidos no como un trabajo más, sino como el conjunto de actividades que se hacen desde los ámbitos invisibilizados en un sistema que no sólo no garantiza la vida, sino que la ataca: son todo aquello necesario para sostenerla que no viene del mercado ni el Es­tado, y todo aquello necesario para apañar los destrozos que el mercado provoca.

2. El debate no es sobre el empleo, sino sobre los trabajos: todos. Es imprescindible distinguir los trabajos socialmente necesarios, los que han de hacerse para posibilitar el buen vivir –sin escamotear la pregunta sobre qué es buen vivir– y los trabajos innecesarios o indeseables, los que sirven a propósitos contrarios a ese buen vivir. ¿Cuáles de cada tipo se dan sometidos a la lógica de acumulación y cuáles sometidos a la ética reaccionaria del cuidado? ¿Cuáles gratis o pagados? ¿Cómo reorganizar los primeros –distribuirlos equitativamente, valorarlos por su aporte a la vida y ponerlos a funcionar bajo una lógica que construya una responsabilidad colectiva en el buen vivir–? ¿Y cómo abolir los segundos –no sólo el empleo indeseable, sino también los cuidados indeseables–?
3. El conflicto del capital no es con el trabajo, sino con la vida. En el mejor de los casos, sostener vida es un medio para acumular capital; en el peor, un estorbo o es más rentable destruida. Siempre hay dimensiones de la vida –y vidas enteras– no rentabilizables. La noción de bien-estar construida es perversa y no alcanzable para todxs. Hablar de capitalismo es decir que este conflicto se resuelve siempre del mismo lado: garantizar el beneficio; es un sistema biocida. Y hablar de heteropatriarcado es responder, al menos en parte, a la pregunta de cómo demonios la vida no desaparece: la responsabilidad de sostenerla está feminizada –asociada a la feminidad y la ética reaccionaria del cuidado–, privatizada –remitida a lo privado-doméstico– e invisibilizada –depauperada de la capacidad de generar conflicto–.
La gran paradoja de muchos discursos críticos es que, de tanto querer abordar el conflicto con el capital en el ámbito mercantil –desde la relación salarial–, ocultan el lugar donde se resuelve el conflicto en toda su hondura. Ayudan así a crear las condiciones de posibilidad para que el conflicto no estalle, porque no se politiza. Por eso la apuesta pasa por romper la paz social desde los ámbitos hasta ahora invisibilizados.
Mejor desde el poco glamuroso empleo de hogar que desde la testosterónica minería. Desde la precariedad en la vida que desde la precariedad laboral. Desde los trabajos que no se pagan que desde los (mal) pagados. Mejor preguntarnos menos cuánto se embolsan Rajoy, Merkel, Botín o nuestro jefe, y preguntarnos más cuántas veces han limpiado los váteres en los que cagan y mean. Cuántas veces los hemos limpiado ‘nosotrxs’.

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