martes, 26 de noviembre de 2013

Viajar... o no viajar

Pocas descripciones he leído más afiladas y atinadas al mismo tiempo sobre esta obsesión tan nuestra (de l@s que podemos, claro está) por viajar... o eso creemos. Ahí va Santiago Alba Rico, dentro de las páginas de "El naufragio del hombre":

Prohibido viajar

En la tradición occidental, Ulises fija para siempre la experiencia radical del viajero que, contra todos los obstáculos y todas las tentaciones, afrontando tormentas, monstruos y amenazas de muerte, después de travesías sin fin y contratiempos en cadena, alcanza finalmente su destino. Porque Ulises ha viajado, su país ha cambiado; porque Ulises ha viajado, él mismo ha cambiado tanto que se ha vuelto irreconocible. Llamamos viaje a la mutación simultánea del espacio y del sujeto; es decir, a la imposibilidad de volver al mismo sitio y de volver a ser el mismo o, valga también decir, a la imposibilidad misma del regreso.

Unos 175 millones de personas en todo el mundo hacen o han hecho el viaje de Ulises. Han luchado durante años contra el mar y contra el desierto, se han jugado e incluso perdido la vida, se han visto empujados, rechazados, apaleados, encarcelados, antes de alcanzar su destino. Cuando lo han conseguido, nadie les estaba esperando para celebrar su hazaña ni para recoger el testimonio de sus aventuras. ¿Por qué? ¿Qué es lo que quiere esta gente? ¿Para qué todo este esfuerzo? ¿Por qué todo este rechazo? Porque quieren ser albañiles en Europa y mandar un poco de dinero a sus familias. 


Unos 700 millones de personas -las mismas todos los años- pasan de un avión a un hotel a un museo a un restaurante a una tienda de souvenirs, sin salir jamás del angosto pasillo de la experiencia estándar, y exigen por eso, y obtienen, sonrisas, aplausos, reconocimiento y protección. ¿Por qué? ¿Qué es lo que quiere esta gente? ¿Por qué los amamos tanto? Porque quieren hacerse una fotografía. 


Al contrario de lo que puede parecer, al capitalismo no le gustan los viajeros. Una íntima paradoja le obliga a vender a todo el mundo -y lleva a todo el mundo a consumir— la misma experiencia exclusiva; una íntima paradoja le lleva a vender a todo el mundo -y lleva a todo el mundo a consumir- la misma aventura inmovilizadora. El viaje de Ulises está prohibido. Pero hay que transportar mercancías y consumidores ininterrumpidamente; hay que transportar mercancías y consumidores interrumpidamente sin que ocurra nada, sin que nada se mueva. La única manera de volver siempre al mismo sitio y de ser siempre la misma persona es no haber estado nunca en ninguna parte. Este "ninguna parte" se llama televisión; este "ninguna parte" se llama también turismo.



El capitalismo ha dispuesto una enorme, sofisticada, poderosísima maquinaria para impedir los viajes. Ha convertido de hecho la prohibición del viaje en uno de los negocios más rentables del planeta. En medio de la crisis rampante, los ingresos por el turismo internacional aumentaron un 5,6% en el año 2008 hasta alcanzar los 850.000 millones de dólares; es decir, el 30% de las exportaciones internacionales de servicios. La Organización Mundial del Turismo prevé para el año 2020 1.600 millones de desplazamientos turísticos internacionales por todo el mundo. Quizás debemos alegrarnos, aunque la imagen resulta menos esperanzadora y optimista si nos imaginamos 1.600 millones de langostas voraces o 1.600 millones de marines fotógrafos —como estampidas de animales fagoscópicos— reclamando a los nativos, e imponiéndoles, su verdadero país. 


En 1867, el escritor francés Teophile Gautier visitó Egipto y quedó muy decepcionado: no se parecía en nada al "auténtico" Egipto, el de la Exposición Universal de París de 1855. Desde entonces la industria de la prohibición del viaje se ocupa de que los destinos turísticos se parezcan a sí mismos, de que las ciudades, los paisajes y los souvenirs consumidos se ajusten a la realidad establecida —como por el eidos platónico- en los catálogos de viajes. En 1888, la casa Kodak inventó el carrete de papel y democratizó por tanto la fotografía con un eslogan publicitario que resume muy bien la contribución del turista-consumidor a la cultura universal: "Usted aprieta el botón, nosotros hacemos el resto". 


Durante siglos, militares, sacerdotes y empresarios han destruido y reconstruido sin parar los países del llamado Tercer Mundo para que sus prolongaciones pacíficas puedan hoy fotografiar el verdadero Egipto, el auténtico Senegal, la India genuina, el Marruecos original. La paradoja del colonialismo es que ha impuesto no sólo la modernidad a sus colonias; les ha impuesto también sus tradiciones autóctonas y sus costumbres milenarias. El coste económico y ecológico del turismo de masas es altísimo: el capitalismo no puede inmovilizar al viajero sin trasladarlo de un lado a otro en medios de transporte dependientes del petróleo; no puede producir la "verdadera copia" de los países visitados sin desplazar poblaciones, destruir manglares y selvas, alterar los paisajes, estimular la especulación y acelerar la construcción de hoteles e instalaciones casi siempre incompatibles con los recursos y necesidades de los nativos.


Pero más grave que todo esto —porque es también su condición— es el coste antropológico, cultural, humano del turismo. "Usted aprieta el botón y nosotros hacemos el resto" es una frase que expone muy bien la continuidad consumista entre el espectador de televisión, el turista y el piloto de un bombardero. Nuestra vida discurre en "ninguna parte" y nunca nos ocurre "nada". Turismo y guerra se confunden de tal modo en esta negación radical del mundo que los torturadores de Abu Ghraib creen estar haciendo turismo en Iraq y se fotografían por eso con sus víctimas asesinadas mientras que los turistas occidentales en Egipto o Senegal son al mismo tiempo marines invasores y prisioneros consumidores. Marines porque prolongan, alimentan y confirman relaciones de dependencia neocolonial; prisioneros porque (al contrario que Ulises y los inmigrantes, los verdaderos viajeros) son pasivamente trasladados, apriscados, alimentados, a veces incluso tatuados, y en cualquier caso encerrados en campos de concentración de lujo desde donde se comen el mundo sin mirarlo ni entenderlo; sin ni siquiera rozarlo.
 

Un amigo —lo he contado otras veces— ha propuesto la firma del Protocolo de Quieto, un acuerdo internacional en virtud del cual todos los hombres al nacer recibirían un cupo limitado de kilómetros para desplazarse por el mundo. En esa "otra sociedad posible", agotado ese cupo, sólo se permitirían los viajes de aprendizaje y de solidaridad (y, claro, los de amor auténtico y amistad verdadera). Ese es el modelo vigente en Cuba desde hace cincuenta años, como lo demuestran los soldados en Angola y los médicos en todos los puntos del planeta. Puede que bajo el capitalismo resulte muy apetecible ser inmovilizado en aviones, hoteles, tiendas y restaurantes extranjeros, pero no llamemos a eso "viajar". Digamos al menos la verdad. Y la verdad es que los cubanos, a veces justificadamente insatisfechos, han viajado y siguen viajando mucho más que todos los otros pueblos del mundo. Los españoles, que estamos en todas partes, en realidad no hemos salido todavía de nuestras casas. Y desde ellas fotografiamos ruinas antiguas y ruinas frescas.

No hay comentarios: