miércoles, 1 de mayo de 2013

La justicia y las victimas

Siguiendo con los retos del mundo del derecho, acá va un fragmento de un interesante texto de José Luis Segovia, uno de esos "sabios" en la articulación de vida, compromiso y fratenidad:

De modo mayoritario en el imaginario colectivo, la idea de justicia penal aparece vinculada inexorablemente a la noción de castigo. Tanto que el término "penal" y su derivado "penitenciario" ha acabado pasando del ámbito de cierta teología sacramental al del derecho, en una traducción secularizada de la idea del Dios justiciero que "premia a los buenos y castiga a los malos".
 
El castigo del culpable se tornaba, de este modo, en una auténtica obsesión social que cumplía una serie de funciones simbólicas más que propiamente reales. Por una parte, reconciliaba a la colectividad con la idea de justicia, de otra, pretendía servir de intimidación al culpable y al resto de los potenciales candidatos, finalmente aspiraba a saciar la sed de venganza de la comunidad. Lamentablemente ninguna de estas funciones ha sido efectivamente por el sistema penal.
 
Como dice M. Foucault, primero se castigaron los cuerpos (tormentos, flagelos, galeras, trabajos forzados), después, en un alarde de civilización, se empezó a castigar el alma: surgió la cárcel como respuesta y la privación de libertad como reina de las penas. Sin embargo, castigado cuerpo o alma del culpable, en todo caso se dejaba sin respuesta a quien quedaba en situación de mayor vulnerabilidad: la víctima. Ésta es una mera herramienta –una útil, en cuanto tal, prueba de cargo- al servicio de un proceso ciego las más de las veces. En efecto, por más que se idealice la noción de justicia penal, vinculada al castigo como único fin, acaba ahondando en la condición de víctima tanto de quien ha sufrido el delito como de quien lo cometió, profundizando y cronificando los factores de victimización del uno y del otro. La exclusión social está en la base de no pocos infractores: fundamentalmente jóvenes drogodependientes de la periferia y extranjeros en busca de supervivencia, sin olvidar las minorías étnicas y una no casual sobre-representación de la mujer en la estadística penitenciaria. Las víctimas de los delitos, según reflejan las encuestas de victimización, contrariamente a lo que se cree, se corresponden mayoritariamente a los mismos perfiles.
 
A todo ello se puede unir determinadas condiciones de cumplimiento de las penas absurdamente inhumanas y desconocidas incluso por muchos operadores jurídicos. Por ejemplo, las que padecen las personas presas clasificadas en el llamado primer grado penitenciario con, en determinados casos, diez y más años de régimen estricto de aislamiento, sin posibilidad de contemplar el cielo sino es a través de una parrilla metálica, en situación de permanente enjaulamiento. O los condenados a cadena perpetua, con condenas efectivas de 40 y 50 años de cárcel (no necesariamente, sino todo lo contrario, asociados a delitos contra la vida o terrorismo), por más que la Constitución diga otra cosa.
 
El aumento sostenido de población reclusa, la represión intensificada de la delincuencia, el hostigamiento de los sin techo el salario precario y los recortes de protección social, van de la mano de lo que LoÏc Wacquant llama «el sentido común penal», Wilson la teoría de la «ventana rota» o el alcalde de Nueva York el "principio tolerancia cero". Todo ello, naturalmente, inventado en los EEUU y exportado a la misma velocidad que el neoliberalismo y el american way of life. Todos ellos suponen carta blanca para perseguir pequeña delincuencia, mendigos, yonquis y personas sin hogar. Es la forma de calmar a las clases medias y altas –las que votan- mediante el hostigamiento permanente a los pobres en los lugares públicos donde cuanto menos rompen la estética.
 
A estos datos empíricos, plenamente vigentes en nuestro entorno –y cada vez más- debe unirse, de cara a cuestionar la legitimidad y la "justicia" del sistema, otro dato básico que explica bastante: la existencia de unos filtros sociales selectivos, que correlacionan nítidamente con la estratificación social. Así, cuando se habla de delincuente, se suele entender casi en un sentido ontológico, como si "ser" delincuente fuera una cualidad de determinados sujetos y no un atributo predicable de todos, aunque repartido de modo desigual, esto es injustamente, en función de la posición social. Lo vamos a entender con mucha facilidad. ¿quién tiene en las tripas de su ordenador todos los programas origínales? ¿Quién no ha fotocopiado un libro, o pirateado una cinta de vídeo, una cassette o un CD? Y no será porque al comienzo de cualquier película de vídeo se nos dan pelos y señales de los artículos del Código Penal que vulneramos... Pues bien, a pesar de que alguien pueda tener en las tripas del ordenador cientos de miles de pesetas en programas no originales, seguro que no se le ha pasado por la cabeza que "es" un delincuente y, con más certeza todavía, puede estar bien seguro de que la policía no lo va a investigar, ni el juez interrogar, ni mucho menos, acabará en prisión. Tengo muy serias dudas de que este mismo proceso no se desencadene con toda voracidad si pensamos, por ejemplo, en un joven magrebí que "manga" unos bollos en una gran superficie.
 
Es la propia estructura social, desigual, la que favorece la aparición de filtros selectivos a través de los cuales opera la justicia y el derecho. Pero a similares conclusiones sobre el sin sentido –y la injusticia que supone- del sistema penal podemos llegar por otra vía más original y menos ideológica. Acudiremos a la vida cotidiana y a la común experiencia de la mayor parte de los mortales. Todos sabemos que cuando un cachorro empieza a vivir en un piso tiene la natural propensión a orinarse en el lugar más visible de la alfombra del salón con la consiguiente alarma en sus propietarios. Pues bien, veamos cuál sería la reacción del dueño razonable de un chucho. En primer lugar, acudirá presto a evitar que el rodete de la alfombra acabe deteriorando la misma de forma irreversible. Una vez echado agua, o utilizado el producto conveniente a fin de evitar males mayores, localizará al perro para inmediatamente, en el espacio y el tiempo, llevarle por la fuerza al lugar del "incidente" a que compruebe sus consecuencias y asocie el mal causado con su comportamiento. Dependiendo de la pedagogía canina aprendida por el propietario del chucho, procederá a dar varios golpes de periódico al lado del perro junto a la mancha reciente del orín (escuela moderna) o a restregarle el hociquillo un par de veces con los restos de la tragedia (escuela clásica). Finalmente, cogerá al animal le abrirá la puerta de la calle y le mostrará la forma alternativa de comportamiento. ¿Qué pensaríamos del comportamiento de un dueño de perro que hiciese lo que sigue: olvidado por completo del rodete que se ha formado en la alfombra y del agujero ostentosos producido, al cabo de meses, o tal vez años, coge violentamente al animal y lo sube a la última planta del edificio y discute con el resto de la familia si le zarandea en el vacío durante un tiempo x o un tiempo z? Pues algo similar, que no nos atreveríamos a plantear con un perro, lo hacemos con las personas.
 
Veámoslo con cierto detenimiento. En efecto, después de dejar desatendida a la víctima –porque no es objeto preferente del proceso penal-, no hay ningún momento de inmediación con la víctima, ni mucho menos ninguna posibilidad de diálogo y encuentro entre infractor y víctima. Normalmente varios años después –distanciados en el espacio y en el tiempo con respecto a los hechos- un tribunal se dedicará a elucidar si se impone al infractor más o menos tiempo de esa respuesta estándar y poco creativa que es la prisión. Nadie se preocupará de mostrar cuál es el comportamiento alternativo, la forma constructiva e incruenta de solucionar el conflicto, cuidando de reparar a la víctima y de responsabilizar y facilitar la plena integración social del infractor. En definitiva, la pedagogía perruna se muestra más creativa y razonable que la humana. Sabe distinguir entre satisfacer el interés de la víctima y su anhelo de justicia y el mero castigo al culpable, cuestiones que el derecho penal interrelaciona confundiéndolas lamentablemente.
 
El derecho penal ha evolucionado y perfeccionando la técnica jurídica, ha depurado la construcción dogmática del delito. También ha habido una diversidad de perspectivas a la hora de acercarse al infractor: desde enfoques meramente biologicistas (Lombroso o los contemporáneos genetistas), pasando por los psicologicistas o los que lo correlacionan con el entorno social o los filtros selectivos del sistema penal. Sin embargo, sólo desde hace nada se ha empezado a preocupar por la víctima. Algunas veces, la natural preocupación por esta parte olvidada del proceso, se hace de un modo incorrecto, a costa de recortar las garantías o incrementar la penalidad al infractor, obviando que el único momento en que los intereses de infractor y de víctima están contrapuestos es el momento del delito. Efectivamente, cuando uno pugna por defender la cartera y el otro por arrebatarla es claro que las posiciones son momentáneamente irreconciliables. Sin embargo, pasado ese momento, el proceso penal debe velar por restablecer el diálogo social roto por el delito, intentando proteger a la víctimar y al tiempo procurando que el infractor asuma los hechos y se nivele la situación de asimetría en que presumiblemente se encontraban ambos.
 
Un paso en la dirección de una justicia menos obsesionada por el castigo, que renuncie al mismo como un absoluto y qué descubra su utilidad (y, por tanto, se abstenga de aplicarlo cuando fuere inútil o contraproducente para las partes en conflicto o para la sociedad) es el Derecho de Alternativas. Se basa en una concepción de la justicia, bien distinta de la Justicia-Castigo: es la Justicia Restaurativa (también llamada reparadora). Su fin no es el de fíat iustitiam et pereat mundum. Su objetivo es más modesto y secular: restituir a la víctima, devolver al infractor al lugar de oportunidades simétrico y alcanzar la convivencia y la paz social. Es dialógica y no dialéctica. En esta dirección hay que situar iniciativas como las de mediación penal comunitaria, alternativas responsabilizadoras a la prisión y una serie de propuestas que no es este el lugar para desarrollar. Tienen en común la idea de devolver protagonismo a la comunidad (que ha delegado, quizá en exceso, la resolución de conflictos a los tribunales) y comprometer a la ciudadanía en la participación de ese ideal de construir una sociedad más justa que desde luego no se puede delegar en los jueces. Si además de ser más justo, más participativo, eficaz y eficiente, resulta ser más barato, no acabamos de entender las resistencias que siguen impidiendo un sosegado debate sobre el modelo de justicia penal y las funciones que reclamamos a la pena, pues, como dice L. Ferrajoli, "el derecho penal, aún rodeado de límites y garantías, conserva siempre una intrínseca brutalidad que hace problemática e incierta su legitimidad moral y política"

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