Por favor, vuelvan a mirar el título de este artículo.
Tal vez no hayan reparado que una letra distingue a estos dos nombres:
la última consonante es distinta en uno y otro. El retorno del péndulo (Fondo
de Cultura Económica, 2014), un ensayo de reciente aparición
estructurado a partir de la correspondencia epistolar entre el sociólogo
Zigmunt Bauman y el psicoanalista Gustavo Dessal*, en el que analizan
los cruces de caminos entre la sociología y el psicoanálisis, reclama la
misma atención ya que el relato que construyen las dos voces que lo
articulan advierten sobre una realidad que no es lo que parece si la
mirada no es atenta y, como no puede ser de otro modo, está
condicionada.
¿Qué imagen viene a nuestra mente
cuando pensamos, por ejemplo, en el fin de la izquierda? Sería extraño
si no evocáramos la visión de la caída del Muro de Berlín. La lectura de
Freud que hacen Bauman y Dessal nos lleva a otra imagen si queremos
reflexionar sobre este problema.
Ponen sobre la mesa
el tipo de sociedad que analizó Freud. Se trataba de una sociedad
sólida, estructurada alrededor de productores y soldados, utilizando a
la familia como argamasa. Ese contexto produce un nuevo campo social
con el advenimiento y establecimiento de la Revolución Industrial, que
se configura con productores, trabajadores, soldados y, obviamente, el
entramado familiar como núcleo social. Así, tenemos la fábrica, los
cuarteles y la familia. Esta realidad se estandariza y puede llegar a
pensarse que se extiende a lo largo de la Guerra Fría hasta la caída del
Muro. Pero antes, la generación de productores, trabajadores y soldados
dio a luz una nueva generación que alza la voz en mayo del 68. Esa
indignación es leída como una vuelta de tuerca de la izquierda. ¿Nuevos
revolucionarios? No. Consumidores. Los autores de El retorno del péndulo
consideran que el pasaje de una sociedad de productores y trabajadores a
una sociedad de consumidores se evidencia con el 68 como síntoma. El
tránsito de una sociedad donde la autodisciplina y un mundo regulado por
normas estrictas a un mundo líquido, pleno de libertad, en el que la
supervisión, la obediencia y el compromiso se diluyen en autonomía,
independencia y consumo.
Así las cosas, si tenemos
que pensar en una imagen que nos remita al fin de la izquierda, es mucho
más elocuente la de Salvador Allende en el Palacio de la Moneda, con un
arma en la mano y un casco de acero en la cabeza el día de su
derrocamiento. No solo por la proximidad con los acontecimientos del 68,
sino porque después de su caída, Chile fue utilizado como cobaya por el
equipo de Milton Friedman para desarrollar el modelo neoliberal, el
pasaje de la economía productiva a la financiera.
El
síntoma que anuncia el advenimiento del mundo líquido de Bauman no
comienza entonces con la caída de un muro sino con la de un cuerpo, el
de Allende.
El mundo sólido es un pasado en el que
primaba la seguridad por encima de todo tipo de libertades; la pulsión
del cuerpo social, entonces, era la conquista de libertades forzando el
tejido de la seguridad y la vigilancia. Aparece aquí la idea de Freud
que define a la civilización como una transacción: para obtener algo de
ella, los seres humanos debemos renunciar a otra cosa. Poco a poco, la
seguridad fue cediendo terreno para dejar paso a un mundo que se fue
configurando hasta alcanzar una libertad inaudita. Hoy, afirman Bauman y
Dessal, el péndulo social está en movimiento hacia la recuperación de
la seguridad en detrimento de la libertad. No es casual, sostienen, que
al perder los políticos la hegemonía del poder real y con ello la
capacidad de maniobra, se centren de manera obsesiva sobre el terreno de
la seguridad. El Gobierno es impotente para detener el paro pero tiene
poder para impedir la entrada de inmigrantes que pueden ocupar puestos
de trabajo.
La ignorancia de no saber qué depara el futuro y la impotencia de no poder influir en su rumbo llevan a un estado depresivo y ese es el cuadro emocional del “precariado”, nombre con que Bauman (a partir del concepto de “precariedad”) define la situación actual.
La ignorancia de no saber qué depara el futuro y la impotencia de no poder influir en su rumbo llevan a un estado depresivo y ese es el cuadro emocional del “precariado”, nombre con que Bauman (a partir del concepto de “precariedad”) define la situación actual.
¿Cómo salir del “precariado”?
Ulrich Beck, citado en el libro, afirma que vivimos un tiempo en el que
nos vemos obligados a buscar “soluciones biográficas a problemas
sistémicos”. O sea, debemos buscarnos la vida.
Aunque
la idea de progreso, del avance en línea recta ha quedado superada y en
su lugar la imagen de un péndulo en movimiento es más acertada, no por
ello se deja de recurrir al progreso como reclamo y se nos revela como
una falsa ilustración a través de la tecnología. El campo tecnológico
reduce la realidad a una medida; como afirma Dessal, “cuanto más
intentamos reducir la vida a formas ‘científicas’ de representación, más
nos abruma el hecho de que no todo puede calcularse y ponerse en
cifras”.
¿Cómo se calcula, por ejemplo, mi
incapacidad para conseguir trabajo? Si habitamos un mundo en el que los
avances tecnológicos se anuncian como la solución al dilema que nos
aqueja en el momento de su aparición, hay una respuesta para todo, con
lo cual si yo no encuentro una salida a mi situación es por falta de
dedicación, carencia de inteligencia o ir por el camino erróneo. Desde
el relato del sistema las tres situaciones son superables con la cual no
es fallo del propio sistema: el problema soy yo. Y del mismo modo que
se me exige la producción de múltiples personas, es decir, un yo
adecuado a cada posibilidad laboral que se me presente, existen
múltiples productos que surgen a diario, reemplazando la supuesta
novedad de ayer que mantiene viva la fe en la resolución de problemas
mediante el progreso impulsado por la tecnología, “ese motor sine qua non de la sociedad de consumo”.
Del mismo modo que un artilugio electrónico queda de lado en la cadena
de producción y consumo al ser sustituido por otro, el sujeto queda al
margen del mercado, sin uso de la supuesta libertad de que dispone y a
la intemperie a pesar de la seguridad que lo ampara porque como opina
Dessal, la seguridad es engañosa y la libertad, falsa.
Como en la foto engañosa del Muro de Berlín que percibimos como final
de un tiempo, puede que la figura del padre –singular imagen freudiana–
no se haya diluido. La función que el sistema le ha otorgado a la
tecnología, ocupa, en cierta forma, el mismo rol parental de antaño. ¿O
acaso no es el sistema, parapetado tras de ella, quien controla y dicta
las normas?
Como la d en Zigmund o la t en Zigmunt
tal vez no se vea con demasiada claridad su rol opresor, dictador y
regulador de la vida cotidiana.
Más nos vale estar atentos ya que nosotros sí, somos observados por ella. No pierde detalle.
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