sábado, 12 de noviembre de 2011

Miles de fracturas

En estos tiempos en los que intentamos inventar nuevas maneras de enfrentar el asfixiante presente para poder abrir espacios de futuro, merece la pena volver la vista a algunos conceptos históricos que, aunque de primeras parecen desfasados, pueden ayudar a entender mejor lo que está pasando. Es lo que ocurre con la famosa "lucha de clases", que si bien ha mutado, sigue haciéndose presente frente a la supuesta homogeneidad social que se nos vende. Es un tema que José Luis de Zárraga ha tratado en muchas ocasiones, como el artículo que copio acá abajo. Quizás sea necesario dar un paso más, ya que estos tiempos son más los de la fractura o atomización social que los de la lucha de clases, pero por lo menos reflexiones como esta ayudan a ampliar la perspectiva.  
 

Inevitable, no necesario


Decía R. H. Tawney a principios del siglo pasado que hablar de clases y de lucha de clases se consideraba, en los ambientes educados, casi indecente. Hoy, la hegemonía ideológica de la clase dominante ha conseguido que, en nuestra sociedad, esos términos suenen a discurso obsoleto, sin relación con la realidad. Y, sin embargo, esta crisis que estamos sufriendo es la coyuntura más decisiva de lucha de clases que hemos vivido en muchos años; y podemos decir, parafraseando a Buffett, que la estamos perdiendo, la está perdiendo la mayoría de la población, los trabajadores, los explotados. 

La lucha de clases en esta crisis tiene tres aspectos: un aspecto económico, que aparece en primer plano, un aspecto político y un aspecto ideológico. El aspecto ideológico es la consolidación -tras unos momentos en que pareció estar en crisis- de lo que se llamó pensamiento único hace unos años: la idea de que no hay alternativa al sistema de explotación capitalista, ni siquiera a la forma, extrema en su irracionalidad social, que ha tomado bajo la dominación del capital financiero.

El aspecto económico de esta lucha es vivido cada vez con mayor agudeza, no sólo por las capas más desfavorecidas, sino por la inmensa mayoría de los europeos que ven cómo se empobrecen y cómo se recortan sus beneficios sociales. Los griegos marchan en cabeza en la caída a la privación y la miseria, pero tras ellos van las poblaciones de los demás países europeos y nosotros, los españoles, entre ellos. Al mismo tiempo, los capitales financieros internacionales extraen el máximo beneficio de la crisis, estrujan las haciendas públicas y se enriquecen y se hacen cada vez más fuertes mientras las sociedades y la inmensa mayoría de los ciudadanos se empobrecen y se debilitan. Lucha de clases pura y dura, aunque no quiera llamarse así. 

El aspecto político puede ser menos evidente porque sus efectos son menos inmediatos. Sin embargo, el deterioro que la democracia ha sufrido en Europa durante los últimos dos años es gravísimo. El problema, en general, es que una verdadera democracia, basada en la solidaridad y la responsabilidad colectiva, no favorece la explotación. Cuanto más democrática es una sociedad, más se dificulta la dominación clasista. Y el sistema capitalista en esta fase de la dominación financiera es más incompatible que nunca con la democracia, incluso con la democracia muy limitada y puramente formal que rige la política en nuestras sociedades. Esta democracia, donde la participación de la gente -fuera del gesto electoral- es prácticamente nula, donde los partidos han ido vaciándose de significado ideológico y el vínculo de representación se ha disuelto casi por completo, donde la capacidad de decisión de los parlamentos y de los gobiernos se ha reducido a estrictos límites, aún esta democracia que, con rigor, es difícil calificar como tal, ha sido víctima de la crisis. El dictado, no de la economía, como suele decirse, sino del capital financiero, se ha impuesto de tal modo sobre la política, y los gobiernos de todos los colores se han sometido de tal modo a ese dictado, que aun esa democracia limitada ha quedado en suspenso, habilitada sólo para el recambio electoral de aparatos de gobierno quemados tras su uso intenso en las sucias tareas que les asignaron. 


En Europa, los tratados de la Unión y la disciplina monetaria del euro se han convertido en una trampa perfecta de la que los países no pueden escapar, en la que están sujetos sin remisión, porque para salir de esa trampa tendrían que mutilarse de tal modo -abandonar el euro, salir de la Unión, afrontar sus consecuencias incalculables...- que nadie se atreve siquiera a pensarlo. Quizás Europa pudo ser otra cosa -aunque para ello tendría que haber sido otra la correlación de fuerzas-, pero esto es lo que ha impuesto el capital, lo que le ha interesado. En el proceso de esa construcción europea, se ha pasado ya el punto de no retorno. Y hay que reconocer que el artefacto ha funcionado a la perfección para cumplir su cometido en la lucha de clases. Para que fuera de otro modo, serían necesarios movimientos sociales tan potentes que quebrasen ese artefacto de dominación.

¿Qué perspectivas hay? En realidad, no hay perspectivas sin salir de este escenario. Desde el escenario europeo en el que nos encontramos, tal como está configurado, no puede pensarse un horizonte distinto, un proyecto coherente con una estrategia que hoy pueda diseñarse desde la izquierda para superar esta situación. Cuándo y cómo cambiará ese escenario es algo que no es posible anticipar. Pero la desesperación de la gente, triturada por esta maquinaria creada para explotarla más y mejor, puede tener consecuencias sociales impensables. 

Esta crisis, por el modo como se está desarrollando, por cómo se articulan en ella la rapacidad del capital financiero y la expropiación de los beneficios sociales de la mayoría, tiene efectos subversivos en la conciencia de la población. Deja patente la radical injusticia de esta sociedad, pone de manifiesto la iniquidad y la irracionalidad del sistema. Aunque se sienta impotente, la gente se da cuenta de que está siendo tratada injustamente; aunque no entienda cómo, adivina que, con lo que se le presenta como requerimientos ineludibles de la crisis, la estafan para explotarla más. Y, a pesar de que todo ello aparezca a la vez como inevitable, esa conciencia hace imposible la identificación que asegura la sumisión del ciudadano, provoca la quiebra de su complicidad en la dominación que sufre. 

En esas condiciones de ruptura de la ficción social, la idea de inevitabilidad y el sentimiento de impotencia no significan automáticamente resignación ante lo que sucede, que tenga que aceptarse lo inevitable como necesario. Significa que quienes alienten un deseo de emancipación tendrán que asumir hoy la incertidumbre de una resistencia sin esperanza cierta, de una lucha sin futuro seguro. Pero esa lucha, que hoy parece desesperada, podría cambiar el escenario en el futuro.

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