Hoy, aquell@s para l@s que el evangelio ha sido una puerta hacia una manera revolucionaria de entender la vida y lo humano, celebramos la resurrección, o mejor dicho, las resurrecciones, esas que van con minúsculas porque pertenecen a lo cotidiano de tantas realidades sufrientes, llenas de miedos, plenas de muertes, frente a las cuales la sensación de impotencia parece que campa a sus anchas.
Celebramos así, no algo que ocurrió hace más de dos mil años, sino cómo esa entrega de Jesús consiguió albergar en su seno tantas otras entregas silenciadas, pero ciertas.
Frente a las muertes que invaden tantas vidas, desatadas por la pobreza, la violencia, la injusticia, la enfermedad... el simple hecho de resistir es ya un desafío, una provocación, una reafirmación de la utopía. La resistencia refleja la voluntad de los que no pueden permitirse el lujo de rendirse.
Pero lo más grande, cuando se acompañan estas realidades, es ver cómo desde este ejercicio continuo de resistencia necesario para mantener la vida, ésta termina desplegando su potencia, su capacidad creadora, de gozo, de liberación aún en las situaciones más difíciles, aún de las maneras más sencillas.
Porque la resistencia que se encierra en sí misma, termina agotándose. Por eso se esfuerza en seguir riendo, en seguir soñando, en seguir acariciando, en seguir reivindicando su dignidad frente al que se encuentra enfrente, para así poder ser reconocida como lo que es: pura resurrección a partir de lo que se desecha de este mundo.
Por eso hay tanto que celebrar...
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