Hamelin, Madrid
Mientras en los oídos de los votantes resuena aún la melodía cautivadora de las promesas electorales de los partidos y se apaga lentamente en los polideportivos vacíos el eco de la flauta mágica de sus programas, las ratas, desatendidas, campean a sus anchas por Hamelín, un poblado a las afueras de Madrid en el que viven más de 300 niños con sus familias.
Hamelín se llama en realidad El Gallinero y lo encontraréis al este, en el cruce que forma la autopista de Valencia con la vía del AVE a su llegada a Madrid. Es un asentamiento de inmigrantes rumanos, un poblado náufrago, de cartón, uralita y embalajes imposibles, asediado por todas las ratas de la miseria.
Allí, a media tarde, el suelo se mueve serpenteante entre las casas como por efecto de la luz: son los lomos de las ratas, que se remueven inquietas a punto de lanzar su enésimo asalto contra las viviendas, en busca de comida.
Y lo hacen entre los pies de los niños desnudos; niños rumanos que no alcanzan aún la edad escolar y pasean por las calles de cartón del poblado su infancia tierna y descalza, de cara sucia y mirada limpia. Envalentonadas, las ratas les disputan a diario la comida, tirando a veces unas y otros de los extremos del mismo cartón de leche.
Entre los miembros de la comitiva que nos muestra el lugar está Marian, un chaval sordomudo que no ha cumplido aún los 12 años. Mantiene a las ratas a distancia con un palo para que no nos asusten y nos guía por los caminos seguros, a salvo de mordiscos, que recorren el lugar. Ejerce, pese a su corta edad, de anfitrión.
El olor de la miseria
De su mano conocemos el vertedero que amenaza con comerse el poblado, marea creciente de envases, neumáticos quemados y guardabarros; y conocemos también las chabolas por dentro, limpias hasta la obsesión, primorosamente decoradas por las mujeres con profusión de encajes, estampas y morados. En las puertas, un tablero de conglomerado hasta la altura de las rodillas protege el hogar del asalto diario de las ratas.
Sin necesidad de palabras, Marian explica a la perfección el asco que da comer junto a ellas, porque el olor, que es el olor penetrante y dulzón de la miseria, entra por la boca a la vez que la comida y te revuelve el estómago. Mientras, en el acceso al poblado, una unidad médica móvil atiende otra vez la mordedura de una rata a un pequeño, con su rutina de inyectables y antibióticos.
Los habitantes de El Gallinero piden al ayuntamiento que acabe con ellas, que sus hijos no sigan expuestos a sus ataques, a las enfermedades que transmiten. La situación es urgente, pero sus reiteradas peticiones chocan con la indiferencia de los que nos gobiernan.
Hacer visible el problema
Una delegación quiso hacer entrega hace algo más de un año a nuestras autoridades municipales de un par de ejemplares, en un intento de hacer visible un problema que no parecen estar comprendiendo.
En la junta municipal se interpretó el gesto como una amenaza soterrada, lo que produjo un revuelo de ujieres y ordenanzas que terminó con la expulsión airada de los solicitantes, que no entendían a qué tanto escándalo: a fin de cuentas, a diferencia de en sus casas, las ratas estaban muertas.
Pero sus esfuerzos no han sido del todo en vano. Reclamaciones, protestas y concentraciones han conseguido que expertos de las áreas de los departamentos de todas las consejerías sociales que pueblan las instituciones pasen por allí redactando informes. Procesiones paganas que discurren por las calles de tierra de El Gallinero entre el alborozo descalzo de los niños y la mirada curiosa y a salvo de las ratas, sin que llegue nunca el esperado milagro de su erradicación.
El día que visitamos el asentamiento nos cruzamos con una imponente caravana de coches de policía. Vienen de identificar a sus pobladores, de tomar fotografías de sus viviendas. Hace falta la orden de un juzgado para eso, pero cómo negarte si ni siquiera lo sabes.
El día más pensado les desalojan, demostrando que hasta las ratas tienen más derecho a estar aquí que ellos; que en Hamelín, Madrid, los rumanos pagan por triplicado los altos impuestos de la precariedad: por pobres, por inmigrantes, por gitanos.
España avergonzada
La luz de la última hora de la tarde embellece generosa las colinas de miseria de El Gallinero. Mil marcas patrocinan sin saberlo su arquitectura imposible de embalajes y uralita. El AVE pasa cerca con puntualidad europea, a demasiada velocidad como para que podamos ver desde sus ventanillas la España detenida en el tiempo, la que se reconoce avergonzada en los ojos de los niños.
Las ratas que huyen del barco fantasma del progreso, las que escapan del naufragio de una sociedad que se pretende igualitaria; las ratas que huyen despavoridas de los cuentos que no contamos a nuestros hijos, están en El Gallinero.
Es difícil explicar con palabras lo que sucede allí. Quizá por eso nadie mejor que Marian, nuestro joven anfitrión sordomudo, para hacerlo; porque todo lo cuenta con la mirada.
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