Siguen las energías rodando y contagiándose de un rincón a otro de las ciudades y barrios, con la incertidumbre diaria de hacia donde vamos, con la confianza que da el constatar que ese devenir se construirá con la potencia de miles de manos dispuestas a trabajar juntas.
De manera constante aparece la urgencia de tener que decidir, de optar por una u otra vía: si levantar o mantener la acampada, si hablar de los problemas del barrio o de cuestiones más generales en las asambleas de barrio, etc.
Es inevitable, hay que ir tomando decisiones, hay que ir dando pasos. Pero al mismo tiempo se corre el peligro de dejarse atrapar por el deseo de obtener resultados, de generar propuestas concretas, de ser efectivos en el corto plazo. El otro día, en la asamblea de mi barrio, había personas que se quejaban por llevar mucho tiempo debatiendo cosas organizativas sobre si nos íbamos a volver a reunir, cuándo y dónde, en vez de hablar de "cosas importantes". ¿Pero no es lo primordial ir construyendo las bases de nuestros futuros encuentros, de nuestra propia dinámica de trabajo?
Este ímpetu resultadista amenaza algunos de los principales logros alcanzados estos días. Desde mi punto de vista, lo más importante ha sido cómo los espacios públicos se han recuperado como lugares de intercambio y roce mutuo, cómo much@s se han atrevido a tomar la palabra en voz alta y dejarla dialogar con la de otr@s, como se ha recuperado la sensación de capacidad y de poder de la gente, común y especial al mismo tiempo.
En este sentido, las asambleas han sido espacios privilegiados de toma de palabra. El problema es que, frente a las pobres dinámicas participativas habituales, han terminado siendo idealizados, lo que dificulta el que se puedan buscar otros medios complementarios de participación también necesarios. De alguna manera se justifica el método asambleario como válido en si mismo, por horizontal y participativo. Y ni es completamente horizontal, ni puede ser realmente participativo cuando son tan masificados.
No es del todo horizontal porque parte de la premisa de que hay que evitar que nadie tome el poder por arriba, pero olvida que para partir todos en igualdad de condiciones no vale con igualar por arriba, sino que hay que contemplar también que hay gente tan hundida que necesita dar un gran salto para poder participar. Por ejemplo, alguien rechazado en su propio barrio por vivir en la calle o ser adicto a alguna sustancia no va a exponerse a tomar la palabra en medio de la asamblea que reúne a tantos de los que le rechazan.
Por otro lado, cuando las asambleas son masivas los que terminan acaparando la palabra son l@s más lanzad@s, y al mismo tiempo se cae en un intercambio de opiniones que no deja espacio para ir hasta el fondo de lo que cada un@ quiere decir. Porque para entender bien es necesario dar mucho espacio para explicar y para preguntar, para acompañar el pensamiento y el sentimiento del otro.
Y esto es, para mí, lo más interesante que viene ocurriendo en la Puerta del Sol, y en otras plazas del mundo. Que la gente se reúne, hace asambleas multitudinarias, se moviliza... Pero sobre todo que la gente habla de cerca, en pequeños corros, se da el tiempo y el espacio para dialogar, de a dos, de a tres... Esa es la manera de poder empezar a atreverse a tomar la palabra, de escuchar, de poder entender la verdad del otro. Y ahí si que es posible integrar a l@s que siempre se quedan fuera de estas dinámicas. Por eso esa debe ser la base sobre la que se sustenten los demás procesos. Las asambleas están bien, animan, motivan. Pero lo que hace avanzar es la red que se va formando en los pequeños encuentros.
Ahí está el reto: seguir dinamizando este proceso de micro-encuentros, micro-balbuceos, micro-escuchas que empiezan a entrelazarse.
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