¡NO! Voto útil, mayoría real
Por
“Cuando uno elige entre los términos de una alternativa está dominado por el que diseñó la alternativa”
–Jesús Ibáñez
En todas las elecciones se plantea el mismo dilema: votar o no votar. Es decir, rechazar la misérrima cuota de participación en los asuntos públicos que nos otorgan nuestros déspotas ilustrados o aceptar el raquítico compromiso cívico y votar al degenerado de turno con el consuelo de que así se contribuye a que algún otro desgraciado no alcance o renueve el derecho legítimo a hacernos la vida imposible. Hasta hoy los sistemas electorales se han basado en esta trampa, hacer pasar la repugnancia a un candidato por apoyo a su contrario. De esta forma innoble las cuotas de participación han alcanzado los mínimos requeridos para que los apologistas del sistema defiendan la continuidad del ritual de la conversión de la voluntad en papel.
En Francia, durante las elecciones presidenciales de 2001, la misma ciudadanía que tomó La Bastilla en 1789 acuñó el término “votar con las narices tapadas” cuando se les impuso la obligación de elegir entre Le Pen, un nazi enloquecido, o Chirac, un simple ultraderechista. En esas condiciones, basta con no tener pinta de ir a hacer pasar a los inmigrantes por las duchas de gas para ganar unas elecciones por aclamación. Aunque éste sea un caso extremo, en realidad los partidos de toda Europa llevan años viviendo de esta fórmula/farsa: si no quieres que venga el fascio, vota neocon, si no quieres que vengan los neocon, vota a los esbirros neoliberales, o, más frecuentemente en nuestros días, si no quieres que vengan los esbirros neoliberales feos, vota a los esbirros guapos. Que, dependiendo de la situación, haya mucha gente dispuesta a aceptar estas disyuntivas absurdas no quiere decir que obligatoriamente estemos condenados a ellas. Sobre todo cuando cada vez quedan menos dudas de que lo que habitualmente se denomina una “democracia sana” consiste en que distintos tipos (cada vez menos distintos) toman las mismas decisiones.
En España, ahora mismo, después del 15M, justo antes de unas elecciones en las que todos los partidos mayoritarios están de acuerdo en que prefieren que gobiernen las elites capitalistas y “sus mercados”, reaccionamos y salimos a la calle para decir que NO queremos ni a las elites, ni a sus partidos, ni a sus mercados. Perfecto. El problema reside en que unas elecciones no son ni remotamente capaces de expresar esta declaración tan clara. El sistema electoral no puede recoger el sentido de este tipo de movilizaciones porque, en unas elecciones, este sentido de rechazo radical se tiene que transformar, por lo menos, en apoyo timorato a alguna opción ya instituida.
Una posibilidad sería suprimir momentáneamente esa extraña creencia en que la política democrática tiene obligatoriamente que traducirse en introducir en urnas unos papeles con nombres de individuos. Por desgracia no es fácil: la idea de que la democracia y los votos van juntos está bien asentada en nuestras cabezas. Entonces, ¿cómo traducimos el cristo que estamos montando en una expresión electoral? ¿Votamos nulo, votamos en blanco, votamos al Partido de la Caza, la Pesca y la Artesanía? No hay respuesta colectiva posible. Surgen más preguntas: ¿qué hay que cambiar para que votar sea algo medianamente significativo? Y aparecen una serie de respuestas: listas abiertas, cambio del sistema de proporcionalidad, circunscripciones, revocabilidad de cargos. La cosa no está mal pero no entusiasma: hay que ser consciente de que una elección en listas abiertas en las que los candidatos a elegir sean, por ejemplo, Leire Pajín, Pedro Zerolo y Pepe Blanco se parece más a una tortura muy sofisticada que a un placentero ejercicio de democracia. En resumen, estas reformitas no pueden traducir, más que atemperándola notablemente, la demanda, cada vez más rotunda, de otro modo de organización política y social.
Pero, además, estas reformas menores son también extrañas a los motivos por los que realmente se vota. Hagan sociología electoral pedestre, pregunten los motivos que están detrás del voto de sus amigos, allegados y personas que odian, verán como la inmensa mayoría de los argumentos son extraordinariamente parecidos: “para echar a X”, “para que no venga Y”, ”Z me provoca nauseas”, etc. Si en su encuesta cotidiana encuentra a algún héroe que le diga: “Yo creo en el programa de X”, “la propuesta de Y es muy sólida” o “Z tiene un proyecto de futuro”, notará que suena todo tan excéntrico que le costará enormemente no echarse a reír a carcajadas.
Hay que estar ciego para no ver que la intención de votar a la contra, de votar en negativo, es mayoritaria y crece de manera imparable. Hay que dar realidad política a esta realidad social mediante la reclamación urgente de nuestro derecho a rechazar, derecho éste que se especificaría en la posibilidad de que cada votante elija entre una papeleta en la que se apoya a un candidato y otra papeleta que anularía un voto a la lista más odiada, el voto negativo. Es decir, seguiríamos siendo respetuosos con la tradición, un hombre un voto, pero con la posibilidad de anular el voto de algún majadero.
¿Qué conseguiríamos en el corto plazo? Para empezar, se acabaría con el problema de la abstención por motivos políticos y los índices de participación se dispararían. Algo bueno en sí. Para seguir, desaparecerían los mítines o se volverían extraordinariamente complejos y matizados. Lo mismo vale para la manipulación informativa. ¡Qué alivio! Y, quizá lo más importante, el abandono de la lógica de “quien no esté con ellos tendrá que estar conmigo” y la incapacidad probada de los grandes partidos para reconocer nuevos escenarios políticos, nos darían una dinámica duradera de mutua anulación entre PP y PSOE (o sus equivalentes). Llegados a ese punto podremos decir que la democracia habrá comenzado a ganar a las elecciones.
Kate R. Lumumba
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